«En su afán por no perderse ni un detalle de cuanto veía y vivía en su viaje por el delirante gran México, Eduardo Lago acabó escribiéndolo todo, anotándolo todo en este cuaderno en el que juraría que nos entrega una meticulosa y excepcional descripción del infierno, la más perfecta que he leído», Vila-Matas dijo esto cuando leyó el primer libro de Eduardo Lago, su Cuaderno de México, que ahora recupera la editorial Firmamento y que llega hoy mismo a las librerías. Singularísimo diario de un viaje por los estados sureños de Yucatán y Chiapas, el libro encierra el relato personal de un periplo sujeto a la inmediatez de lo cotidiano que, leído dos décadas después, ofrece un reflejo reposado de cómo una vivencia íntima es transmutada en sustancia literaria por el crisol de la memoria. Por medio de un estilo rebelde y por momentos algo canallesco cuya fuerza radica en la vertiente confesional del relato, Cuaderno de México refleja con acerada precisión la dinámica interior del viaje como experiencia vital. Es una alegría poder contar con este adelanto, cortesía de la editorial, para nuestros siempre inquietos lectores. 

 

Viernes 14
Cancún-Playa del Carmen

Nada más aterrizar en Cancún nos dimos cuenta de que los empleados de Aeroméxico se habían quedado por error con los billetes de vuelta en jfk. Eran las siete de la mañana y hacía un día húmedo y bochornoso. En el control de inmigración, un funcionario de policía nos reclamaba insistentemente los billetes que faltaban, mientras por detrás de él un compañero suyo, de bigote fino, nos filmaba con una cámara de vídeo como si fuéramos terroristas reclamados por la justicia internacional. La cola de turistas yanquis empezaba a dar muestras de impaciencia. Por fin, el policía se cansó de insistir y nos autorizó la entrada al país.

La señora de los lavabos nos indicó el camino de acceso a las oficinas de Aeroméxico. Era la última puerta de un estrecho corredor oculto al público. Nos atendió una chica seria, corpulenta, de rostro agradable, uniformada de gris, que trató de comunicarse por correo electrónico con el aeropuerto Kennedy. Tras ver que sus repetidos intentos no daban resultado, el supervisor, un hombre amable, de unos treinta y cinco años, que respondía al nombre de Francisco Jiménez, nos dijo que el día de nuestro regreso estaba de guardia y se encargaría personalmente de nuestro caso.

Se puede ir en taxi hasta el aeropuerto de Cancún, pero para salir de allí no queda más remedio que utilizar los servicios de los vehículos oficialmente designados por las autoridades de la base aérea. Compramos los billetes y abordamos un moderno minibús blanco que efectuó un largo recorrido por carreteras asfaltadas de gris claro, anchas y bien delineadas, bajo el sol aún blanquecino de la mañana. De vez en cuando se nos cruzaba en el camino una nube espesa de mariposas amarillas.

Entre los pasajeros iba una joven pareja de suecos; ella era médico y sabía que su novio, que llevaba un haz de flechas lacandonas en el equipaje de mano, tenía un ataque de apendicitis aguda. Estaban muy asustados, y no sabían bien qué hacer. Les dijimos que lo mejor era que fueran al Hospital Americano. La combi los dejó en una placita recoleta y soleada, a la puerta de un hotel que tenía una pérgola de flores junto a la entrada y costaba veintiún dólares la noche. Como no teníamos punto de destino, seguimos hasta el final del trayecto, y lo primero que hicimos al llegar al centro de Cancún fue sentarnos en la terraza del hotel Parador, donde pedimos una cerveza y el primer aperitivo mexicano. Desde allí GB llamó a Esmeralda por teléfono y le dejó un mensaje en el contestador.

Nos fuimos a pasear por la avenida Tulum. Yo iba arrastrando una bolsa enorme de color negro, que habíamos comprado en Saint Mark’s Place la víspera del viaje. Pesaba un quintal, porque habíamos metido en ella el equipaje de los dos. La mañana se esfumó sin que fuéramos capaces de tomar ninguna decisión. No sabíamos bien si quedarnos en Cancún o irnos a Isla Mujeres, si entrar en la estación de autobuses y comprar un billete con cualquier punto de destino, o si alquilar un coche y echarnos a la carretera en la primera dirección que se nos ocurriera.

A la sexta o séptima vez que recorríamos la avenida Tulum nos sorprendió una tormenta tropical. Nos refugiamos en un Pizza Hut de aspecto colonial que estaba en un primer piso, y desde la terraza estuvimos viendo llover. De vez en cuando consultábamos un mapa de México, contemplando las infinitas posibilidades que nos ofrecía la red nacional de carreteras. Por fin logramos tomar una decisión parcial, descartando ir al embarcadero de Puerto Juárez, de donde salen los barcos que van a Isla Mujeres. Eso fue todo, de momento. Con la tormenta, el aire se había oscurecido y la atmósfera estaba cargada de electricidad. Había un intenso olor a tierra húmeda y a palmeras mojadas. Tras un rato no muy largo, la tormenta cesó tan bruscamente como había empezado y volvió a salir un sol de fuego. Siempre con la bolsa a mis espaldas, atravesamos un parquecito, camino de la casa Hertz, con ánimo de informarnos sobre las tarifas de los coches de alquiler. Evacuadas consultas, seguíamos sin saber qué hacer, y resolvimos refugiarnos momentáneamente en un hotel que habíamos avistado en la acera de enfrente. Era también una construcción colonial, con un patio interior lleno de plantas y mosquitos, en el que resonaban los gritos de un niño y una niña que estaban chapoteando en la piscina, complacientemente observados por sus padres, una pareja de turistas mexicanos.

Informado de nuestro paradero por una llamada telefónica, el licenciado Alfredo Vigo vino a recogernos al hotel en su Nissan 4×4 de color negro. Nos saludó con gran cordialidad, y nos dijo que podíamos salir de Cancún aquella misma tarde y pasar juntos el fin de semana. Camino de su casa, hizo una breve parada en un establecimiento para consultar el precio de unos teléfonos celulares y luego nos dio un largo paseo por la carretera de la zona hotelera, que discurre entre el Caribe y la laguna de Cancún. Con mentalidad de funcionario público, nos habló del desarrollo turístico y la planificación urbanística del lugar. También nos contó algo de la historia de sus padres, que habían sido maestros en una zona rural maya.

*

Alfredo Vigo tiene la tez y los ojos oscuros, la nariz a un tiempo ganchuda y aplastada y el pelo ensortijado. Ronda los cincuenta años, pero se conserva joven y atlético. Hace un año se casó con Esmeralda, que nos recibe en la puerta de su apartamento entre sonrisas, moviéndose con ademanes pausados, como los de él. Esmeralda tiene veintinueve años, la tez clara, el pelo rubio pajizo, los ojos de un azul aguado, la nariz, la boca y los labios anchos. Es una niña fresa, de familia rica. Nació en Veracruz, ha viajado mucho y ha vivido unos años en Nueva York, donde trabajó en una oficina gubernamental mexicana. Esmeralda y su marido viven en un apartotel ubicado entre dos grandes extensiones de agua. La vista da por un lado a una marisma de color verde oscuro y por otro a una inmensa playa de fina arena blanca, frente a un mar de purísimo color azul turquesa.

La idea inicial es hacer viaje hasta Tulum. Alfredo arroja sus cosas a una bolsa. Lo último es una botella de tequila reposado, de color cobrizo, que el destino no querría que llegáramos a probar. Por la carretera, vamos oyendo música y contemplando una forma de paisaje que no cambiará mientras sigamos en el Yucatán: una maraña tropical de media altura. De tanto en tanto una palmera baja trata de abrirse paso entre la maleza. Cuando días después lo divisemos desde el aire, descubriremos que el paisaje del Yucatán es una inmensa mancha verde amarillenta, y la carretera una raya tensa, como trazada a tiralíneas.

El ingeniero agrónomo Alfredo Vigo se metió en política y negocios, y le fue muy bien en las dos cosas. Es un bebedor fino, de temple apacible, que habla siempre en voz muy baja. Estos días aguarda a que se resuelva su futuro: o el mundo de los negocios en Cancún, o las turbulencias de la vida política provinciana en Mérida, la capital del estado, como asesor del Gobernador. Es feliz con su segunda esposa, veinte años más joven que él. Los dos son almibarados y besucones. A Alfredo le gusta hablar de su lancha y su avioneta, que guarda en la ciudad fronteriza de Chetumal, capital del estado de Quintana Roo, donde fijó su residencia. Es evidente que se ha labrado su posición a pulso, con gran esfuerzo personal.

A los lados del camino se suceden las urbanizaciones turísticas que dan a las playas caribeñas. No sabemos cuándo ha caído la noche tropical, súbita siempre y de una intensidad que sugiere desde el principio el silencio hondo de la madrugada. Al cabo de un buen trayecto, Esmeralda y Alfredo deciden que es mejor no ir de un tirón hasta Tulum. Haremos noche en Playa del Carmen.

La carretera de entrada a la población está dividida por una estrecha franja de cemento pintado de blanco. A los lados hay unos tenduchos pobremente iluminados por bombillas solitarias de luz amarillenta. Enseguida el camino se hace de tierra y luego de arena. Dejamos la ranchera a las puertas de un hotelito de aire bohemio metido en plena playa que responde al nombre de Blue Parrot. Los asientos de la barra del bar son columpios y entre las mesas hay un bosque de sombrillas y palmeras. El suelo es de arena. Al fondo, hacia un lado, hay un escenario. Dejamos las cosas en la habitación, que es una cabaña adosada que da a un Caribe a oscuras. De la estrecha veranda cuelgan hamacas. En la arena, justo delante de las cabañas crecen palmeras trasplantadas, de tronco enano y grueso. Entramos en la habitación. Sobre la cama se despliega un mosquitero. Del techo de palma cuelga un ventilador de anchas aspas. Desde la puerta se contempla la noche, arreciada de estrellas. En la playa destellan fugazmente bandadas de luciérnagas, y al fondo se oye el fragor continuo y sordo de las olas.

 

Fotografía de Pascal Perich

En 1987 Eduardo Lago (Madrid, 1954) fijó su residencia en Nueva York, donde comenzó a compilar en cuadernos una obra de carácter híbrido sin intención de publicarla. La excepción fue Cuaderno de México (2000), su primer libro. No volvió a publicar hasta que el manuscrito de Llámame Brooklyn (2006), obtuvo los premios Nadal, Ciudad de Barcelona y Nacional de la Crítica. Su obra de ficción se continuó con Ladrón de mapas (2008) y Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee (2013). Profesor en el prestigioso Sarah Lawrence College, Lago ha traducido obras de Charles Brockden Brown, Hamlin Garland, William Dean Howells, Henry James, Sylvia Plath, Christopher Isherwood y John Barth, entre otros. En 2002 ganó el Premio Bartolomé March de la crítica por su estudio sobre las traducciones españolas del Ulises, de James Joyce. Su último título publicado es Walt Whitman ya no vive aquí (2018), colección de ensayos sobre el estado actual de la literatura norteamericana.