Incluido dentro del libro ¿Y tú quién eres para juzgarme? que publicará esta misma semana Sobras Selectas aprovechando la visita del autor a la FIL de La Paz, este relato es un prolegómeno idóneo a la obra de Julio Durán.

 

Seguía siendo el mismo: divertido, insolente, con esas bromas crueles a las que ya me tenía acostumbrado. A pesar del tiempo, sus éxitos y sus vicios cada vez más graves, conservaba un especial afecto hacia mí, que solía expresar evocando los tres grandes momentos de nuestra adolescencia, los que forjaron nuestra amistad: aquella vez en que ambos contrajimos gonorrea por tirarnos a la misma puta, la noche en que lloró en mi casa porque su padre casi mata a golpes a su mamá y, ya entrando ambos en la veintena, cuando se tiró a la chica que más he querido en mi vida. Cosas que hermanan, carajo.

En la mesa del bar de nuestro barrio de antaño, aquel al que volvíamos cada cierto tiempo a buscar a algún sobreviviente de nuestra generación, yo lo miraba en silencio mientras él sacaba su paquetito de papel, lo desdoblaba con disimulo y con un pinza rota, a modo de cuchara, se llevaba un poco de cloro a la nariz.

—No sé qué hacer —dijo carraspeando—. Todavía la quiero, me casé enamorado de ella, por ella dejé a tres huevonas que me movían la cola. Pero en dos años ha cambiado como la putamadre. Me separaría, pero sentiría que lo nuestro fue en vano. Tanta huevada para terminar así. Además, la huevona quiere un hijo. Encima está Jessica, que me quiere y yo la quiero. ¿Por qué la vida es tan jodida, causa?

No le contesté porque no me habría escuchado: estaba más concentrado en volver a sacar su falso y meterse otro tiro. Una esposa de familia acomodada, bonita, que lo había ayudado a salir de nuestro barrio miserable y triste. Una casa en La Molina, un auto lujoso, un trabajo estable y bien pagado, con una secretaria que lo volvía loco y se la movía bien. Qué drama, por Dios. Sí, la vida es una mierda, varón.

—¿No quieres un poco? —me ofreció.

No soy coquero, pero tampoco soy descortés. Además, hacía mucho que no me metía nada. Dos hormigas rojas en mis fosas, ardiendo, condensándose al llegar a mi garganta, bajando lentamente como un hilo amargo que a medida que avanzaba me hacía sentir más lúcido y seguro. De la buena: alita de mosca.

Siempre me ha fascinado la sensación que produce la cocaína, esa aparente superioridad mental que nos hace sentirnos dioses. Esa coca estaba tan rica… La cerveza se volvió más rica, más refrescante, y aunque empecé a sentir que el mesero nos miraba desde la barra, me sentí tranquilo: era el barrio, nuestro barrio. El flaco Eddie Santiago cantaba “Lluvia” en la radio, en la calle unos chibolos jugaban pelota, el olor del bar era el mismo de nuestra infancia, húmedo y cargado. Tragué saliva amarga, carraspeando un poco y mi cuello se estremeció por un instante. Qué rica estaba, carajo.

—¿Qué hago, causa? —volvió a preguntar.

—¿Quieres a Jessica? —pregunté al instante, casi automáticamente. Mil pensamientos, mil respuestas atravesaron mi mente. Una a una, como verdades innegables propias de un sabio.

—Sí —contestó él.

Sentí que respondió en cámara lenta y como si yo hubiera sabido su respuesta de antemano, su gesto y su tono de voz al decirlo. Lo miré con sorna, como si tuviera a un pequeño animal hambriento frente a mí.

—Mira… —carraspeé, la cocaína me estrujaba la garganta, me sentí Dios por dos segundos—. Mira, puedes actuar como un macho o como un hombre.

Me miró desconcertado. Yo continué hablando, mientras sentía descender por mi garganta ese río amargo en que se convertía la cocaína, gozando del placer al carraspear rudamente.

—Un macho te diría llénala a tu jerma, hazle el hijo. Así ya no jode, no pide el divorcio ni nada, se siente la firme. ¿Acaso va a querer ser madre soltera? Por los hijos las mujeres aguantan todo, causa. Una vez que tu esposa esté llena, anda donde Jessica y dile que estás perdidamente enamorado de ella, ofrécele de todo, pero dile “No puedo separarme porque voy a tener un hijo, y no quiero que mi hijo crezca sin padre”.

Él sonrió con una sonrisa patética, como si creyera que yo hablaba en serio. Pobre mortal.

—Tu esposa no te va a dejar porque se va a sentir la firme, la legal —continué—. Jessica le va a agarrar el gusto al asunto, tampoco va a joder porque no va a querer ser una “destructora de hogares”, ¿manyas? Tienes que decirle que lo tuyo con ella va más allá de los convencionalismos, que es un amor sincero, puro. Las amantes casi siempre se creen esa huevada porque les da pie al drama, que les encanta, les gusta cachar dramáticamente, eso le da intensidad a su relación.

Su mirada era de asombro, su boca torcida por el narcótico le daba esa expresión patética que lo delataba. Mi mente iba a mil por hora, había adelantado todas sus reacciones.

—Eso sí —continué—, tienes que hacer que ambas se sientan culpables. A tu esposa tienes que decirle “Mira, yo a ella la quiero y no te dejo por nuestro hijo y por la familia, mira qué bueno que soy”. Ella no te va a poder decir ni mierda, a lo mucho llorará y se irá un par de días donde su mamá. A Jessica sí tienes que tratarla como perra, porque si no lo haces es posible que, aún siendo tremenda rufiana, se dé aires de gran señora y quiera ser la firme. Tienes que decirle “Soy un hombre que se enfrenta a los convencionalismos de la sociedad por el amor que siento por ti, acéptame, compréndeme”. Como seguramente Jessica es bruta, te va a comprender. Así vas a estar un tiempo, un año o dos. Lo más seguro es que te aburras de Jessica antes que ella de ti, pero de todas maneras se acabará. Así es la arrechura, loco, un polvo largote.

Cuando terminé, él me miraba confundido. No sabía si reír o sentirse ofendido por mi broma.

—O sea, tú crees que no la quiero.

—Así es.

—¿Y qué tengo que hacer para demostrarte que la quiero? —dijo, algo ofuscado, intentando imprimir nobleza a sus palabras.

—Actuar como un hombre —dije pausadamente.

—Ah, sí, también hablaste de eso. ¿Cómo sería actuar como un hombre?

—Si quieres actuar como un hombre, tienes que decirle la verdad a tu jerma y estar dispuesto a perderlo todo, la casa, el auto, el trabajo, asumirlo todo por Jessica, ser honesto.

Mientras yo le hablaba, se embadurnó descaradamente la nariz con coca, sin importarle que el mozo lo viera. Parecía que esperaba que los tiros le dieran valor para hablar. Le dije que no fuera egoísta, que compartir es bueno. Mientras me pasaba el falso, el continuó hablando.

—¡Entonces actuaré como un hombre! —dijo finalmente, con el tono más teatral posible, como si en su corazón hubiera triunfado, además de la coca, el amor.

Esa noche terminamos en Las Cucardas. Él fue quien pagó el trago y las putas, obviamente. Lamentablemente, con tanta coca encima, apenas se me puso dura.

Cuatro meses después, supe que mi amigo le había comprado un departamento a Jessica. Un mes más tarde, me crucé con ambos en Miraflores, iban de la mano. Jessica era tal como me la había imaginado: buen culo, buenas tetas y, sobre todo, bruta.

Yo iba apurado, así que solo los saludé y quedamos en almorzar pronto.

Dos semanas después de ese encuentro, me lo volví a cruzar, esta vez en el Centro de Lima: iba con su esposa, ambos se mostraban felices, sobre todo ella, que llevaba una blusa que dejaba lucir una incipiente barriguita. No los he vuelto a ver. Tampoco he vuelto a probar cocaína.

 

Julio Durán

Julio Durán (Iquitos, 1977) es traductor. Ha participado en diversas bandas de rock de la escena subterránea de Lima. Publicó Incendiar la ciudad (2002), su primera novela, y La forma del mal (2010), libro que reúne relatos que fueron incluidos en Selección peruana 1990-2007 (Estruendomudo, 2007) y Antología del cuento peruano 2000-2010 (Petroperú, 2013). Traducciones de sus cuentos han aparecido en publicaciones como Words Without Borders y A Public Space. ¿Y quién eres tú para juzgarme? es su tercer libro.

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.