Ya en su anterior, y primera novela, El cielo según Google (no tenemos constancia de ningún patrocinio, aunque nosotros habríamos pedido algo a cambio), Marta Carnicero evidenció una capacidad muy destacable de urdir tramas en pocas páginas y mantener la tensión emocional a lo largo de toda su novela. En esta su segunda publicación, Coníferas, reincide en lo que acaso ya deba irse considerando su «estilo» propio en una historia claustrofóbica que termina por funcionar tanto a un nivel simbólico como narrativo. Aquí les dejamos sus primeras páginas. Ah, la traducción es de nuestro viejo conocido Pablo Martín Sánchez porque el original era en catalán, esa lengua que por fin vuelve a poder ser vehicular en un centre educatiu. A veure si d’aquesta manera tots els espanyols aprenen català, que el saber no ocupa lloc.
1
Era la segunda vez que lo hacía, pero aún no había recibido nada. De todos modos, el trayecto hasta New Ithaca resultaba agradable a mediados de septiembre; bastaba con bajar las ventanillas para estar fresco, sin necesidad de poner el aire. La carretera partía en dos el horizonte rojizo y el chirrido de los grillos llegaba de los matorrales que asomaban a ambos lados del asfalto. Desde que vivía en las Walden había bajado a la ciudad cuatro o cinco veces, siempre por asuntos que no había podido resolver en el pueblo. En el pueblo no había bares con conexión; nadie habría aceptado ser visto en un lugar así.
En New Ithaca quedaban dos buzones, que supiera: uno en los bajos del ayuntamiento, junto al juzgado de paz, y otro en el centro comercial, en el extremo norte de la ciudad. Cuando llegó, la gente hacía cola en el cine y las luces ya estaban encendidas. Antes de dirigirse al buzón, sin embargo, se desvió hacia la entrada del drive-in. Sabía que nada más pisar la ciudad se dejaría tentar por todo lo que detestaba, pero al volver a casa le daría pereza cocinar y el hambre le pareció una buena excusa para la autoindulgencia. Tampoco iba tan a menudo a la ciudad y, además, no recordaba qué tenía en la nevera.
La dependienta llevaba una cola alta, una placa con su nombre y un fino brazalete tatuado en la muñeca. Le pareció un detalle vagamente sexi, aunque no supiera decir si el interés procedía de la muñeca o del tatuaje. Pidió una cerveza y un vegetal con pollo y mayonesa. Se le ocurrió hacer la broma del sándwich de pollo que quería ser vegetariano cuando la voz de la joven lo devolvió a la ventanilla. ¿Lo quería todo xl, por noventa céntimos más? Era una oferta. Le pareció excesivo, pero respondió Porsupuesto como si acabara de pedirle que escaparan juntos. Perfecto, contestó la chica sin levantar la mirada, mientras apretaba muchas más teclas de las que parecían necesarias.
—Serán siete con setenta. ¿Nombre?
—¿Perdona?
—Para recoger el pedido a la salida.
—Claro. Disculpa. Joel. Joel Oria.
Rebuscó en la cartera sin dejar de mirar a la chica, que se afanaba en hacer saltar el esmalte de una uña despintada. —Lo siento—dijo sacando un billete grande—. He pasado por el cajero y…
—No hay problema.
Aprovechó para leer el nombre que ponía en la placa. No los habían presentado formalmente, pero no tenía importancia; si querían, ahora ya podían llamarse por el nombre. Además, Traci le parecía muy adecuado. Había elaborado todo un corpus sobre chicas que eligen la i latina cuando es evidente que va con y griega, pero aquélla en concreto—ya fuese por la muñeca, o por el tatuaje, o por ambas cosas— se había encaramado directamente al podio de las Tracies, de las que había conocido y de las que le quedaban por conocer. Sin duda habría un chico esperándola a la salida todas las noches. Una Traci siempre tiene a alguien, con o sin esmalte.
—El cambio, señor.
Habría deseado preguntarle cuántos señores conocía que pusieran el despertador una hora antes para salir a correr; cuántos señores de cuarenta y pocos que consiguieran dar la vuelta al lago, tres días a la semana, mientras los vecinos remoloneaban en sus camas intentando ignorar las ganas de mear que te despiertan al alba. Un trueno, no muy lejano, le hizo volverse para descubrir que el cielo se había encapotado por el este y brillaba de un modo imposible por el otro lado.
—Señor…—La voz lo devolvió a la ventanilla.
El siguiente aspirante a menús colosales avanzaba ya, conquistando un espacio que no le correspondía, y arrancó sin comprobar el cambio, con la imagen de los dedos lamentables de la chica soltando las monedas en la palma de su mano.
Bajó a echar la carta sin apagar el motor. Conducir más de una hora para mandar una carta, teniendo un buzón a tres minutos de casa, era una de esas acciones que sólo el anonimato ayuda a vivir como si fueran menos estúpidas. La razón le hacía dudar a cada instante, pero si había llegado hasta allí no era para regresar con un sobre en el bolsillo. En la ciudad nadie lo conocía; de hecho, se atrevería a decir, en la ciudad nadie conocía a nadie. Y en el improbabilísimo caso de haber sabido quién era, nadie se extrañaría al leer su nombre en el sobre, en el espacio reservado al destinatario, ni al ver el nombre de su calle debajo. Ni uno solo de las habitantes de la ciudad lo habría juzgado por dejar en blanco el espacio del remitente, ni por mirar a ambos lados antes de echar el sobre en el buzón como si estuviese haciendo algo reprobable.
Al entrar en el coche, unas gotas enormes como cagadas de pájaro empezaron a oscurecer la acera, estallando en el parabrisas con un ruido sordo mientras subía las ventanillas para volver a casa.
2
Al principio no se le había ocurrido ninguna estrategia, y eso que estaba acostumbrado a los recién llegados. De vez en cuando aparecían por la Comunidad nuevas familias, pero a menudo acababan yéndose porque les costaba adaptarse. Las que llegaban con adolescentes tenían más puntos para fracasar, y a veces se iban sin dar explicaciones y sin dejar ningún contacto; las parejas con niños, en cambio, solían mostrar una determinación admirable y, si no se divorciaban por el camino—en cuyo caso uno de los dos terminaba por irse, o se iban los dos, sobre todo si el divorcio lo había provocado alguien de dentro—, acababan convirtiéndose en piedra angular de la Comunidad. También estaba el intelectual, o el artista, que se instalaba en las Walden porque el personaje que se había creado lo pedía a gritos. Al propio Joel lo habían incluido al principio en esta categoría, hasta que los vecinos comprendieron que se habían equivocado en el pronóstico y lo aceptaron como miembro de pleno derecho. También había visitantes de fin de semana y estudiantes con ganas de aislarse, pero se trataba de casos particulares, pues no pretendían formar parte de una comunidad con los valores de antes: lo que los atraía era el silencio y la desconexión; el hecho de que, si no eres una presencia que palpita en las redes, existe un mundo donde quien palpita eres tú.
Entonces había llegado ella, un perfil nuevo que no admitía predicciones, y había suscitado más preguntas que respuestas. Para empezar, nadie recordaba a chicas solas. El economato era un hervidero de conjeturas, y algunas mujeres mayores—alentadas por Marjo, que pasaba demasiadas horas etiquetando conservas y botes de champú— aprovechaban para inventarle un pasado infeliz o proyectar en ella frustraciones mal digeridas. Alina se había convertido en tema de conversación y, viendo el interés que despertaba—y las pocas novedades que llegaban a comunidades semiaisladas como las Walden, que rechazaban todo medio de comunicación que no existiera, en el mejor de los casos, en el siglo xx—, todo parecía indicar que se mantendría en el ranking de cotilleos, sin ningún problema, hasta el final del verano.
A Joel no le costó imaginarle una vida a la recién llegada. Que las casas de la calle hubieran sido construidas en una sola fase, con una distribución similar, le permitía establecer paralelismos. A través de los ventanucos tintados de la escalera podía verla en la cocina, y el comedor, situado en la parte posterior de la casa, tenía un ventanal abierto de pared a pared. El dormitorio—y la cocina de nuevo, pero ahora vista desde arriba, en escorzo—quedaba cubierto desde la habitación de invitados, en la primera planta, donde él tenía el estudio. Desde el porche, donde Joel se tumbaba a leer por las tardes cuando aún hacía bueno, dominaba el patio trasero, el tendedero y la tumbona.
Lo más curioso, pues no lo había pensado nunca, fue descubrir hasta qué punto un espacio podía cambiar con la iluminación adecuada. Alina había puesto en su casa varias plantas, un tapiz, cojines por todas partes y una colcha que invitaba a la molicie; una mesa maciza, en la cocina, rodeada de sillas dispares y, sobre todo, un montón de luces indirectas de diversos tamaños y colores que salpicaban las paredes con la calidez de las bombillas antiguas. Él no era un hombre de plantas—le bastaba con el verde de las coníferas que poblaban los alrededores—, pero tenía que admitir que, en su casa, las luces encastradas del comedor iluminaban la estancia de manera homogénea, sin gracia, con aquel sofá de cuero marrón demasiado tieso y aquellos cojines que parecían mucho menos esponjosos que los cojines de Alina. No podía decirse que a su casa le faltara calidez—a las casas de madera nunca les falta, le gustaba pensar, cuando el suelo te corteja crujiendo a cada paso como una mascota indolente que se alegra de verte—, pero la de Alina se notaba vivida a los cuatro días de vivir en ella. No podía ser cierto todo aquello que se contaba en lo de Marjo: cada vez que miraba la casa descubría un detalle nuevo, cada objeto era señal de vida plena. En comparación con todos ellos, los suyos—las estanterías combadas por el peso de los libros, la alfombra blanca, impoluta, donde le gustaba hundir los pies mientras leía—parecían un intento desesperado de llenar las tardes, una broma: un esfuerzo por simular una vida como la de aquella recién llegada que, sentada al piano, no necesitaba nada, ni a nadie, para ser feliz.
Marta Carnicero Hernanz (Barcelona, 1974) es ingeniera industrial y profesora. Además de la presente novela, Acantilado ha publicado El cielo según Google(2018)
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