La semana que viene la exquisita editorial Las Afueras pone a la venta la, hasta el momento, única novela de Federico Falco, uno de los mejores escritores de la literatura en castellano (si quieren ponerse a parcelar más aún pueden elegir su generación o su nacionalidad, a nosotros ya nos parece feo tener que acotar la descripción a la lengua castellana, pero no queremos que nos vengan los mismos de siempre a pedir cuentas), publicada hace ya diez años en la editorial cordobesa Nudista, y que recupera ahora antes de una edición futura junto a otros textos en la argentina Eterna Cadencia, que es desde hace tiempo el sello que ha ido actualizando o lanzando todos sus libros. A alguien podría parecerle excesiva la afirmación con la que vamos a cerrar esta introducción: Cielos de Córdoba de Federico Falco será uno de los libros que recodarán de los que se han editado este año. Si hubiera una cierta coherencia saldrá en los resúmenes de lo mejor del año, o quizás no, porque da lo mismo, es una novela tan buena que está por encima de acotaciones temporales.
El pueblo había quedado atrás y sólo se vislumbraban, espaciadas y entre los árboles, algunas casas de fin de semana. El río se hacía más ancho y tranquilo, pero sobre la superficie aparecían remolinos que mostraban cómo, abajo, las aguas corrían rápido. Tino se sentó sobre una piedra bajo la sombra de un paraíso y dejó la remera y las ojotas a un costado. La piedra hervía. En el silencio, dos pájaros trinaban contestándose de un árbol a otro, el viento no movía las hojas y el río iba callado. Lo sobrevoló una bandada de loras chillonas que se alejaron enseguida. Tino se recostó sobre la piedra y acomodó la remera como almohada.
Se durmió.
Cuando despertó, el sol ya no era tan fuerte. Bajó al río, juntó agua con las palmas de sus manos, en cuclillas, y la tomó. Sus pies se hundieron un poco en la arena reseca y desde el fondo de la playita brotó agua embarrada. Tino levantó algunas bolitas de paraíso y las tiró al río, pero eran demasiado livianas y apenas hacían círculos en la superficie lisa. Se hundían y enseguida salían a flote para ser lentamente arrastradas por la corriente. Algo se movió en la otra orilla. Apareció un perro negro y bebió con la cabeza gacha. Tino escuchó sus lengüetazos. El perro se volvió y se echó a la sombra, justo donde una pared de tosca subía abrupta y se cubría de yuyos.
Tino se metió al río. Nadó rápido y lo cruzó. En la otra orilla, el perro levantó la cabeza. Tino se acercó despacio. El perro estaba acostado y lo miraba. En la tosca, al batir durante las crecidas, la correntada había formado una pequeña cueva llena de pajerío y ramas secas. La tierra estaba removida y suelta. Tino se acercó un paso. El perro gruñó. Cuatro cachorritos se apretujaban contra su panza.
Sos hembra, dijo Tino. Sos una mamá.
Se acercó otro paso. La perra se irguió y le mostró los dientes gastados y amarillos.
Quieta, quieta, no te voy a hacer nada, dijo Tino y extendió una mano.
Los cuatro cachorritos mamaban frenéticos, con los ojos cerrados. La perra, veloz, agachó la cabeza y, sin dejar de mirar a Tino, acomodó con el hocico a uno que se había corrido un poco y no encontraba el pezón. Enseguida se puso nuevamente en guardia y volvió a mostrar los dientes.
Shh, quieta, susurró Tino y dio otro paso.
Tres de los cachorros eran oscuros como la madre, pero el cuarto tenía el pelaje de color blanco. A Tino le llamó la atención y quiso agarrarlo. Alrededor de la perra había muchas moscas. La perra movió la cola y espantó a algunas. Si Tino se agachaba podía tocar el cachorro albino, pero la perra seguía furiosa. Tino dobló las rodillas y la perra le tiró un tarascón seco. Tino alcanzó a sacar la mano y retrocedió un par de pasos. La perra se levantó y le ladró, tratando de alcanzar sus tobillos. Tino corrió hasta el río y se tiró de cabeza al agua. La perra se detuvo junto a la corriente. Ladró desde la orilla. Detrás, los cuatro cachorros gemían y reptaban a ciegas. El albino, un poco separado de los otros. Tino sacó la cabeza fuera del agua y vio a la perra volver junto a sus cachorros. Con el hocico empujó a los cuatro hacia la tosca y los acomodó. Después se echó de nuevo; los perritos se prendieron de sus tetas y siguieron mamando. La perra tenía la cabeza en alto y controlaba a Tino, que nadaba de regreso.
Terminaron los ladridos y volvió el silencio.
Una garza se detuvo un rato entre las piedras. Con las alas apenas desplegadas dio tres o cuatro zancadas largas, hundió un par de veces el pico en el río, volvió a levantar vuelo y se alejó. Tino movía los brazos, formando círculos en la corriente, y también las piernas, como si pedaleara. Se mantenía a flote. Si respiraba hondo y contenía el aliento, podía dejarse hundir y tocar el fondo de arena limpia. No era muy profundo, el agua apenas cubría su cabeza. Al emerger se sopló los mocos. Nadó y se impulsó con los pies para ser un torpedo en el agua clara. Se sumergió con los ojos abiertos y todo era, bajo la superficie, quieto y lejano. Su nariz casi rozaba los pequeños granos de arena, las piedras bordó, rojizas, blancas y grises, y las centellantes laminillas de mica. El agua le acariciaba el cuerpo. Con las manos, Tino deslizó hacia abajo su malla y la revoleó a la orilla. Hizo pie y se quedó quieto. Apareció un cardumen de mojarritas que se escurrió entre sus piernas, desconfió, volvió a rodearlo y de a poco se acercó para morder despacito la piel de los dedos de sus pies. Tino, desde arriba, las miraba hacer, apenas deformadas por el líquido, y reía. Al frente, la perra seguía con los ojos sus movimientos. Los tres cachorritos negros y el cachorro blanco habían dejado de llorar. Tino bajó su mano, hasta llegar a la ingle. Empezó a acariciarse. Sólo cerró los ojos al final, cuando el semen blanco brotó de él y explotó en el agua.
Omar, dijo.
Al abrir los ojos, la perra, del otro lado del río, lo miraba fijo.
El semen de Tino era un agua viva en la correntada. Enseguida lo transparente se volvió blanco. En la mano de Tino, una parte del semen se había adherido al pulgar y al índice y al contacto con el agua fría se transformó en un montón de grumos pegajosos. Tino se los quitó con la otra mano, refregándose hasta limpiarla. Sus estremecimientos habían espantado el cardumen de mojarritas, pero regresaron enseguida y cuando el chicotazo que se alejaba por la corriente dejó por fin de flotar y se hundió, cientos de pececillos se arrojaron sobre él hasta despedazarlo.
Enseguida escaparon rápido, cada uno con su trocito, a esconderse de nuevo entre las piedras para engullirlo.
Tino dejó que la correntada lo arrastrara. Hacía la plancha. Se había vuelto a poner la malla, llevaba las ojotas encastradas en las manos y la remera atada al cuello, que, mojada, flotaba como una capa detrás de él. En los rápidos Tino se levantaba, se calzaba las ojotas y caminaba por sobre las piedras hasta que el río de nuevo se volvía ancho y más profundo. Pasó flotando de cara al sol junto a la mujer de la reposera. A veces el río era tan pando que la arena le raspaba los omóplatos. Con los brazos abiertos, bien extendidos y los ojos cerrados, Tino escuchaba el sonar submarino de la correntada. El sol le doraba la cara y el río lo mecía. Cruzó las ollas. En las orillas había muchos chicos que hacían ruido y un quiosco de lata donde vendían bebidas y ponían música a todo volumen. Seguramente Omar estaba entre ellos y lo miraba pasar.
Desde lo alto de la piedra, a más de seis metros por encima del cauce, un muchacho que esperaba para hacer su clavado señaló a Tino en el río. Dijo que no podía tirarse hasta que no terminara de pasar. En realidad tenía miedo de saltar. Todos en la playa lo miraron. Tino sonreía. Apenas se alejó un poco más, las voces de la orilla volvieron a corear “que sal-te, que sal-te”. Tino vio la sombra del muchacho recortarse en las piedras al caer y sintió el chapuzón en el agua. Las olas concéntricas que formó la zambullida llegaron hasta él e hicieron ondular su cuerpo y la remera que flotaba a su lado. El muchacho emergió y nadó con brazadas fuertes hasta estar cerca de Tino. Entonces se mantuvo a flote, con medio cuerpo fuera del agua, e hizo un gesto hacia la orilla: con el dedo índice formó círculos alrededor de su sien, para indicar que Tino estaba loco. En la playa todos rieron, pero Tino no les hizo caso. Dejó que el río lo llevara lento, sin que nada lo molestara.
Pasó bajo el puente y junto al balneario y saltó el pequeño dique. En la falda de la sierra vio los tejados del Hospital iluminados por el sol todavía alto y siguió bajando hasta que reconoció el árbol grande y las piedras cercanas a su casa. Entonces salió del agua, cruzó un alambrado y llegó a la ruta. El asfalto ardía, sintió su calor a través de la goma de las ojotas. En la playa de estacionamiento había dos autos y el museo tenía todas las ventanas cerradas. Escuchó la voz de su papá dando la charla que daba siempre y el ruido del proyector al pasar las diapositivas. Entró en la casa fresca y prendió la tele. Llenó un vaso con Coca Cola y se sentó a ver los dibujitos animados. Miró sus manos: tenía las yemas de los dedos arrugadas por el agua, como si fuera un viejo.
Federico Falco nació en 1977 en General Cabrera, un pueblo de la provincia de Córdoba, Argentina.
Considerado uno de los escritores con más talento de su generación, sus cuentos han sido celebrados unánimemente por la crítica e incluidos en numerosas antologías. Ha publicado los libros de cuentos 222 patitos, 00 (ambos en 2004), La hora de los monos (2010) y Un cementerio perfecto (2016). También es autor del poemario Made in China (2008), la obra de teatro Diosa de Barrio (2010) y la novela breve Cielos de Córdoba (2011; Las afueras, 2020).
En 2010 fue seleccionado por la revista Granta como uno de los mejores narradores jóvenes en español. Actualmente reside en Buenos Aires, donde coordina talleres de escritura y codirige el proyecto editorial Cuentos María Susana.
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