Una de las características más interesantes de la más reciente literatura argentina es la fluidez y naturalidad con la que sus protagonistas cambian de roles dentro del universo editorial: autores y editores, diseñadores y periodistas, lectores y profesores de talleres. Esta realidad polifacética, acaso provocada por la precariedad del mundo laboral y la incertidumbre económica está fraguando, también, un escenario mucho más sugerente y dúctil respecto al pasado. Denis Fernández es un ejemplo de esa dispersión laboral que enriquece la mirada de la literatura del cono sur.

 

“Se inundaba la zona con un fuerte ruido
de flautas y tambores.
Los gritos y los lamentos no alcanzaban
los oídos de la multitud.”
Plutarco, Supersticiones, 171

 

A

Todo se mezcla cuando los gauss descienden a cero: el presente, el pasado, las atrocidades, el desconcierto. Es parte de la transformación, ese descenso. El desajuste magnético modifica la progresión de los sucesos, la atmósfera deja de contener energía, se invierte la polaridad planetaria. Escribo esta historia en momentos de caos. El riesgo es que puedo llegar a divagar como un ciego. De todas formas después puedo corregir, tiempo acá me sobra. El lenguaje es esencial para comprender la realidad. Por eso elegí empezar a narrar desde el día en que tuve la planta en mis manos, el día inicial. Creo que antes hubo indicios del desbarajuste del final, pero lo sustancial nace acá, el día en que maté a las plantas, el momento en que empezó a desintegrarse mi conciencia. Y necesito estructurar de alguna manera el progreso de esta mutación; necesito poder llevar adelante con una estructura simple esta conversación perpetua que tengo conmigo mismo. Porque ya no hablo con nadie más que conmigo.

La soledad es atroz, sola queda mi voz desperdiciándose. Y así es imposible evitar la distorsión.

Empezó este delirio con un hecho trágico: mis plantas murieron intoxicadas, quedaron chamuscadas y secas. El balde con el que las suelo regar tenía desinfectante. Quién sabe cómo llegó ese líquido hasta ahí. Todas muertas, las plantas: dos ficus, un ciprés alimonado, una de hojas duras con flores rojas que me regaló Maite y una maceta de barro llena de malvones. Cuando era chico mi mamá me pedía que regara el parque. Pero no lo hacía, entonces las plantas se quemaban al sol. Las veía secarse, veía cómo morían. Y justo cuando estaba aprendiendo a cuidarlas, cuando pensaba que podía convivir con ellas, las maté.

La misma tarde del desastre fui al vivero El Paraíso. El vendedor masticaba chicle con un movimiento agresivo de su paladar y no se sacaba las manos de los bolsillos. Estaba vestido con un pantalón de uniforme de trabajo y una remera con el dibujo de una jirafa violeta. Tardó bastante en atenderme. Cuando se acercó le pedí un ciprés alimonado, pero me dijo que hacía un rato había vendido el último a una señora. Le pregunté si tenía magnolia. Me explicó que hacía rato no conseguía ese tipo de planta y que las que circulaban en los mercados venían de semillas modificadas genéticamente que apenas se parecían a la verdadera magnolia. Recorrimos todo el vivero y me mostró decenas de plantas. Ninguna me llamó la atención.

Cuando estaba por irme me dijo que lo esperara. Me quedé mirando los bonsái que estaban en el mostrador. A los pocos minutos volvió con una planta insulsa, desgarrada. Le dije que no me gustaba. Tenía el tallo peludo y las hojas parecían muertas. Es carnívora, me dijo. Es una raza inconseguible. Tenés que dejarla en un espacio abierto para que atraiga insectos. Podés tirarle moscas, hormigas, arañas o polillas, pero no te zarpes. Le pregunté el nombre de la planta pero no lo sabía. Elegí una maceta y el vendedor la trasplantó con tierra nueva. Me dijo, como al pasar, que esa especie le traía malas sensaciones. Lo miré confundido y le pregunté si podía darle carne. Sonrió de forma socarrona y afirmó con la cabeza, como si quisiera sacarme de encima para seguir paveando detrás del mostrador.

Cuando llegué a mi casa dejé la bolsa con la maceta sobre la mesa y escuché un mensaje de voz de Piatti: habían internado otra vez a su madre por una descompensación. Dos meses atrás, Mabel había tenido un derrame cerebral, y aunque ya se estaba recuperando, debía seguir un tratamiento médico domiciliario; no podía salir a ningún lado sin un acompañante, no podía trabajar, cocinar ni sufrir disgustos. Al final del mensaje, Piatti decía que otra vez había sido por su culpa: Mabel lo había encontrado vendiéndole marihuana a un vecino en la terraza e inmediatamente se descompuso. Se fue de sí. Parecía un vegetal, dijo Piatti. Su hermana quiso llamar a la policía para denunciarlo, pero por suerte pudo frenarla a tiempo.

Piatti es mi proveedor de marihuana, de pastillas, de ácido.

Además es mi mejor amigo.

 

B

La secuencia que se desencadena es nefasta: un tipo frena un carro arriado por una yegua en el basural junto al cementerio. Desde el carro descarga ramas recién cortadas de un árbol, una pila de escombros y algunas chapas que juntó por unos pesos. El basural ocupa gran parte de la ante esquina de uno de los paredones del cementerio. Entre los restos amontonados, oculto en la montaña tóxica de residuos, se asoma el cuerpo de un caballo muerto. El animal está hinchado, ya no respira. Las bacterias desgarran la carne cruda. La descomposición le rasga metabolismo. Las células se reducen a las formas más simples de materia. Y ahí las moscas carroñeras buscan el sitio adecuado para colocar sus huevos, entre gusanos que se arrastran por las ronchas.

Santiago, el otro personaje de esta novela, que durmió muy poco durante la noche, pasa manejando por el costado del cementerio y ve el basural. A simple vista descubre la cabeza del caballo en posición horizontal. Distingue el cuerpo muerto reflejado en los ojos del cartonero. Son las ocho de la mañana y está llegando tarde a su trabajo. La grotesca imagen le recuerda la escena en que Johann Veraguth y su hijo observan con desamparo la muerte violenta de un caballo, azotado por su dueño, en el camino hacia el castillo donde viven. Santiago baja la marcha del auto y observa la escena. Tiene la misma sensación de desolación que tuvo el pintor de la novela de Hesse al ver al animal asesinado. Ahí, en esas calles despobladas del conurbano, puede oler la putrefacción de la carne. Puede ver cómo los gusanos se meten adentro del estómago del caballo. Mira su reloj y sigue su camino. Cuando pasa por al lado del carro, el viejo le hace un gesto con las manos y se ríe. Santiago piensa que el mundo está desintegrándose lentamente, como la carne podrida. Pero también piensa que quizás su cuerpo nunca llegue a terminar de desaparecer ante tanto residuo que lleva en las venas.

Con el auto a toda marcha cruza el corazón del vasto territorio reciclado de villas y fábricas del corredor sur del conurbano. Recién termina de amanecer cuando entra a la oficina. Omar no está. Malena y dos empleados buscan una dirección en Google Maps. Santiago saluda al aire y camina con fastidio hasta la cocina para poner la pava al fuego. Escucha de rebote las primeras anécdotas del día: un par de remiseros que no pagaron, uno que se mudó al campo y no apareció más, dos kioscos cerrados, una pila de morosos que aumenta. Adentro queda el dinero. Afuera quedan los mersas, los desintegrados: remiseros, verduleros, quinieleros, enfermeras, cuidadores, taxistas, quiosqueros, ferreteros, vendedores ambulantes, trabajadores sin salario. El segmento de ciudadanos que vive al día y necesita ayuda para seguir subsistiendo.

Mientras se escuchan los primeros llamados telefónicos, mientras pasan las imágenes del caballo podrido del basural por su cabeza, Santiago se toma un último mate en la cocina. La jornada laboral está empezando. Una jornada larga y deforme como todas las demás. Mientras se acomoda en su escritorio espera a que Salvador, uno de los empleados de la empresa, conteste mensajes en el celular. Cuando termina, Salvador le cuenta la situación de una clienta de Berazategui, Teresa Arduh, una panadera que no abona su cuota desde hace tres semanas. Santiago parece perdido mientras Salvador le habla. Sin esperar a que termine la historia, llama a Teresa y le pregunta cuándo va a pagar. La trata de forma considerada, como si hablara con una vecina o con su abuela. Teresa le cuenta que todo se le fue de las manos cuando se enteró que su madre está enferma.

Ayer fuimos al médico a buscar los resultados de los análisis que se hizo del páncreas. ¡El médico estaba esperándonos con una cara de preocupación! Le pedí que nos dijera la verdad, que no fuera con vueltas si mi mamá está enferma. ¿Sabés que al tipo se le notaba que no estaba preparado para darnos la mala noticia? Mi mamá es tan joven, y tiene tantas ganas de abrir la casa de comidas, y ahí el médico nos dice: es cáncer. ¡Mi mamá está tan golpeada! En un mes cobro la pensión de Italia de mi papá y te pago todo, teneme un poco de paciencia, querido.

Santiago, con el tubo del teléfono pegado al oído, escucha los lamentos y piensa en el caballo muerto en el basural, en la peste de las calles. Se queda así, perdido en el vacío, con un ojo cerrado, desapareciendo de poco sin que los demás lo noten. Imagina a las bacterias sobreviviendo en el espacio, desorbitadas, buscando cuerpos hinchados para despedazar y devolverlos a la tierra.

 

A

El cielo indica tormenta. Y cuando cae la tormenta, el cemento se llena de poros, se terminan de abrir las baldosas rotas y crecen los yuyos, se asoman por las grietas, esas hojas. La Tierra se envicia y los humanos cobran formas monstruosas. Se convierten en animales. Al final, todos terminamos siendo eso: animales. Mi nono me insiste con esta idea: los vicios son inmodificables. Dice que la Tierra, el sol y los seres vivos dejarán de existir y que nuestro sistema será dominado por los restos densos, inertes y fríos que alguna vez fueron estrellas.

Polvo de la era degenerada. Un universo oscuro para el ojo humano.

Aún lo escucho a mi nono. Cuando alucino, acá adentro, entre estas paredes altas blanquísimas. Sus palabras son analgésicos que anestesian mi ansiedad. Durante sus últimos años me cuidó como si fuera su hijo. Mamá ya se había ido a vivir a Córdoba cuando yo empecé a ser un adulto, y él ocupo el rol de padre y madre.

De manera recurrente sueño con sus pupilas decoloradas por los medicamentos, sus párpados cerrándose, su cuerpo huesudo tapado con una sábana de algodón. Mamá petrificada al pie de la cama, el llanto de mi nona distorsionado por amplificadores a todo volumen. Y en el mismo sueño, acto seguido, con imágenes montadas tras otras imágenes, un médico me diagnostica cáncer de pulmón. Aparecen esas alucinaciones en el mismo orden. Lo más llamativo es que cuando me despierto siento miedo a enfermarme, de cáncer o de cualquier otra enfermedad. Esa sensación me pone nervioso, y los nervios hacen que me coma las uñas. Cada tanto sufro revelaciones momentáneas dónde me veo a mí mismo lastimándome los dedos, pero esos descubrimientos desaparecen con la misma velocidad con la que aparecen. Probé con espolvorearme pimienta, esmalte con gusto a ajo, ungüento. Pero sigo igual: devoro mis uñas como si fuesen pasas de uva.

También me como las cutículas. Eso es peor. Sangran.

Cuando era chico, en un casamiento de un amigo de papá, me golpeé la uña del pulgar derecho con un picaporte. Me dolió durante toda la fiesta. A los pocos días se puso morada, y se hinchó. Observé el proceso de desprendimiento: la textura, antes dura y resbaladiza, había quedado áspera y grumosa. Se desprendería sola, pero no aguanté y la arranqué. Empecé tironeándola hacia fuera con los dientes. Como no cedía usé una pico de loro de la caja de herramientas de mi nono. La uña salió, no entera, pero salió. Mi dedo chorreó sangre bordó y recién paró cuando le hice torniquete con una tela. Tardó meses en volverme a crecer, y cuando creció no tenía la misma forma que antes: había nacido frágil.

Cuando le conté esto a Maite me dijo que era un niño grandote, y que por eso no podía sacarme las uñas de la boca. En cambio mi nono decía que era porque tenía miedo a perder la mano. Una vez, mientras hacía conserva de tuco, lo vi angustiado porque andaba con miedo a la muerte. ¿De tu muerte?, le pregunté. No, de la muerte de las personas, respondió con la mirada puesta en los tomates. ¿Todas las personas?, insistí. No, solamente por la muerte de mis cercanos, los demás no me importan, contestó mientras trituraba los tomates en un fuentón de plástico.

Mi nono murió, pero aún aparece y me habla. No es un fantasma, es una figura que nunca se va. Yo era su persona preferida. Me dejó su departamento, una bicicleta y la plata suficiente para vivir sin trabajar durante un año y medio. Y en eso estaba hasta antes de llegar acá, a este cuarto blanco y luminoso y a esta música iracunda. Estaba subsistiendo, gastando ahorros. Y si no salía a trabajar, hasta la comida iba a terminarse. Quedaban conservas de tomate en frascos, en una alacena de la cocina, pero yo ya había decidido que no las iba a comer aunque estuviera muriéndome de hambre. Iban a quedar ahí por siempre.

Las conservas eran lo único material que quedaba de mi nono.

 

B

Una peste rabiosa vuela con el viento. Suda todo lo que camina, las personas, los perros, hasta los objetos que no respiran, los inanimados, el vidrio y las paredes, los metales. Faltan pocos días para Navidad y Año Nuevo. Las celebraciones invocan entusiasmo. El calor es insoportable y en el cielo hay nubes amarillas. Santiago camina desde la puerta de la oficina cubriéndose los ojos con las manos hasta la puerta vidriada de la dietética. Una vez adentro, el frío del aire acondicionado le hiela los riñones. Hay decenas de personas con bolsas y changos de feria, todos respirando el oxígeno que afuera está muerto. Antes de la primera heladera se tropieza con el carrito de una señora que elige mermeladas y casi se va de frente al piso. Como puede, se sostiene del brazo de la mujer, le pide disculpas y sigue camino. Justo ahí la ve, junto a la góndola de chocolates para celíacos: Inés se arregla el pelo rubio y brillante hacia un costado mientras con la otra mano sostiene el celular contra su oído. El reflejo del sol le ilumina la cara. Santiago se queda haciendo tiempo hasta que ella termina de hablar. Antes de acercarse revisa las bandejas de comida apiladas en la góndola y agarra unos fideos con brócoli. Va hasta donde está Inés y la saluda.

Ella sonríe, como cada vez que se cruzan.

Mientras esperan en la fila hablan sobre las comidas que podrían adaptarse al calor que hace en la calle. Ella ríe como una nena, como si cada palabra le diera entusiasmo. Cuando llega su turno, Santiago se adelanta, paga su comida y espera a un costado hasta que Inés termina con lo suyo. Luego caminan juntos hasta la salida chocándose los hombros; el espacio entre las góndolas es demasiado angosto. Cuando llegan a la tienda de ropa de Inés –un amplio local adornado con guirnaldas y un Papá Noel gigante de papel maché– Santiago hace un comentario sobre el barco hundido que encontraron en la ribera, una excusa para seguir conversando. Llevaba un cargamento de azufre, dice ella, entre el silencio incómodo. Justo aparece la empleada de Inés y se ponen a hablar sobre la mugre de la peatonal, la municipalidad que no hace nada, la luz que se corta a cada rato. Inés, que parece satisfecha por el encuentro, le toca suavemente las manos, se da vuelta con una elegancia singular y entra al local.

Santiago, maravillado por el choque energético, vuelve a la oficina. Malena está sentada en su escritorio triturando papeles que ya no sirven. Santiago le da un golpecito en la nuca pero ella apenas se inmuta. Recorre la oficina con la mirada y se para frente a la ventana: desde ahí puede ver el frente del local de Inés y unos cuantos metros más hasta donde empieza la plaza. Puede ver la cara del tipo del quiosco de enfrente, sus expresiones, puede ver las abejas merodeando los carteles luminosos. La calle se colma de gente ansiosa, los negocios están saturados de ofertas navideñas. El sol del mediodía hace brotar el sudor a todos los que van por ahí: al diariero, al guardia de seguridad del bingo, al zapatero, al vendedor de curitas en silla de ruedas, a todos los que andan de compras.

Encima el aire está apestado, como si camiones y camiones de basura estancaran su peste por las calles. Es el olor del aire que se está descomponiendo. El oxígeno rabioso, el monóxido de carbono contaminante. Las zanjas hierven como termas roñosas, el suero sudoroso de las personas, de los caballos muertos en los basurales. Y toda esa peste, encumbrada en una calle lindera a la estación, cercana al río contaminado por desechos de las fábricas, de las curtiembres, de la mierda de las cloacas subterráneas, toda esa peste rodea a Inés, que una vez más sale a la puerta de su tienda, como cada día, con su belleza desafiante, sin saber que Santiago la espía desde la ventana y fantasea con que alguna vez sus cuerpos van a meterse uno adentro del otro.

 

Denis Fernández nació en Lanús, en 1986. Es periodista y editor. Dirige la Editorial Marciana. Publicó El adiestrador de peces (Colección Leer es Futuro, Ministerio de Cultura de la Nación, 2015); Tucson, Arizona (Tammy Metzler, 2016); y el libro de cuentos Monstruos geométricos (17Grises, 2016).

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.