La sección Perennes recupera libros de fondo de biblioteca que, injustamente, pueden haber pasado desapercibido o caído en el olvido. En esta ocasión la monografía es JFK. Caso abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy, del periodista del New York Times Philip Shenon, que editara Debate.

 

My fellow Americans,

No es que aquí, donde yazco ahora, se esté mal del todo, ni tan bien como yo esperaba, así que no sé si esto es el Cielo o el Infierno, o un sitio entre ambos. Sea como fuere, he creído necesario dirigirme a todos vosotros tras la nueva serie sobre el asesinato de Kennedy en Dallas que ha emitido National Geographic. Por cierto, no he visto al malogrado presidente por aquí. Siempre me evitaba, y parece que no ha perdido la costumbre.

Mucho se ha hablado, escrito y filmado sobre aquel magnicidio, y en todos los casos mi figura ha salido mal parada. No sólo por eso, porque luego me empantané en Vietnam y me agobié tanto que no busqué la reelección en el 1968 por mi partido, a pesar de que tenía derecho a otra legislatura. Esto lo contó muy bien el tocapelotas de Norman Mailer en su crónica para Esquire, El sitio de Chicago, que publicó hace unos años la editorial Capitán Swing. Pero lo de JFK me marcó. Maldita sea, yo creé lo poco que tenéis de estado social, acabé con la discriminación de los negros en las instituciones, aunque siempre seré el presidente que no supo manejar Vietnam y tiró la toalla,  pero sobre todo, sigo siendo para muchos piedra angular de una conspiración que acabó con nuestro presidente Mad Men (sí, yo también estoy enganchadísimo, y cuando mi esposa me dice que soy tan guapo como John Ham, tampoco me lo creo). ¡Qué injusticia! El día que vea a William Shakespeare por aquí y le cuente mi historia delante de una Budweiser, va a flipar conmigo y seguro que se pone a escribir de nuevo.

Yo no maté a Kennedy ni participé en ninguna conspiración para que otros lo hicieran. He creído la hora de reivindicar mi honor y de limpiar mi figura. Además, quiero aclarar algunos malentendidos y frases sacadas de contexto que pudieron dar pie a pensar mal de mí. A ello me está ayudando la reciente aparición de un libro que os recomiendo a todos, JFK. Caso abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy, del periodista del New York Times Philip Shenon, y que en España, país que los texanos adoramos, se ha publicado en una traducción con modismos mexicanos. ¡Incluso ponen la palabra ‘carajo’ en mi boca! Me encanta. Pese a llevar el mismo título que la injuriosa película del chavista procastrista Oliver Stone, este es un libro serio, donde no se crean que todo lo que se cuenta de mi es bueno ni del todo cierto. Pero, al grano: yo no maté a Kennedy. Eso es lo que importa.

Philip Shenon es conocido por The Commission, su gran libro sobre la historia de la comisión que investigó los atentados del 11S en Nueva York. ¡Menos mal que ya estaba yo muerto, que si no también me echáis la culpa! Este libro que tengo entre manos y del que os hablo, comenzó como una investigación de esa otra comisión que yo instituí a finales de 1963, la conocida como Comisión Warren, para esclarecer el magnicidio, y que acabó en un tocho de 700 páginas delicioso. Se le dio ese nombre por el presidente de la misma y del Tribunal Supremo, Earl Warren. Shenon cuenta muy bien por qué y cómo lo elegí.

Cuando mataron a Kennedy yo caí en la amargura, aunque alguno se sonría al leer esto. No sólo porque habían matado al presidente de mi país y uno es ante todo un patriota. También porque el nombre de Dallas, ciudad de mi estado de origen, quedaba manchado de sangre para siempre, metafóricamente, claro, no como el vestido de Jackeline. Además, sabía que muchos se harían la pregunta Cui prodest y me señalarían a mí. Es cierto que yo hice alusiones desafortunadas sobre la posibilidad de que JFK muriera en el cargo, pero eso no me convierte en asesino, sino que confirma que yo, pese a ser del sur, tenía sentido del humor. Una vez una amiga me preguntó por qué había aceptado ser vicepresidente, y yo respondí, como consigna el libro, que “uno de cada cuatro presidentes ha muerto en funciones. Soy un apostador, querida”.

Consciente de todo eso, elegí a Warren. El presidente del Tribunal Supremo era como un mentor para los Kennedy, algo que Oliver Stone omite en las tres horas de su película, y estaba fuera de toda sospecha. Lo que él dijera, el país lo creería. También elegí al resto de los miembros, como a Allen Dulles, ex director de la CIA. Por fin un libro aclara que nunca se llevó mal con JFK. Quizá metí la pata al elegir a Richard Russell, un conocido político racista del sur, a quien además dije que era “mi hombre en la comisión”. No se olviden de que también estaba por allí Gerald Ford, ese presidente que sustituyó a Nixon tras su dimisión por el caso Watergate, y que dijo en 1976 durante el debate electoral con Jimmy Carter que no había ningún dominio de la URSS en Europa Oriental. La verdad es que no todos tenían un gran nivel.

Sus conclusiones fueron claras: Oswald mató a Kennedy con un rifle de fabricación italiana desde el almacén de libros de texto. Él hizo los tres disparos que se reflejan en la película que Abraham Zapruder consiguió grabar. Los peritos de la comisión dijeron que una sola bala, la conocida como “bala mágica”, atravesó el cuello del presidente, el pecho y la muñeca del gobernador de Texas, Connally, y acabó alojada en su muslo. En su periplo, la bala atravesó 15 capas de ropa, golpeó en el nudo de la corbata, se llevó por delante unos centímetros de costillas y se alojó en el hueso del muslo. La bala que supuestamente hizo todo esto fue encontrada en la camilla del gobernador del Hospital Parkland Memorial en Dallas.

Sé que suena raro, pero incluso en el programa de misterio y esoterismo Cuarto Milenio de España, con tendencia a creerse todo tipo de teorías conspiranoicas y que vive de ellas, unos físicos dijeron que aquello pudo suceder así. Un poco de respeto al probo Earl Warren. ¡Incluso Norman Mailer lo cree! Así lo defendió en su libro Oswald, y eso que se agarraba a un clavo ardiendo para montarme líos. ¿No os acordáis de la Marcha sobre el Pentágono que me organizó en 1967 contra la guerra de Vietnam? Si no os viene a la memoria, leed su libro sobre el tema, Los ejércitos de la noche. Magnífico. Una cosa no quita la otra.

Más allá de las críticas que hace Shenon al funcionamiento de la Comisión Warren, la tesis con la que trabaja no es que yo, junto a mi amigo J. Edgar Hoover del FBI, la CIA y los exiliados cubanos acabamos con JFK y fabricamos a Oswald como señuelo. Mucho menos que hubimos de cargárnoslo después a través de Jack Ruby. No digo que me creáis a mí, pero leed a Don DeLillo, que Dios quiera sea algún día Nobel de Literatura. En su novela Libra, que publicó Seix Barral, cuenta la historia del magnicidio a través de las correrías de este mafiosillo de poca monta. No, la pista que rastrea Shenon es la cubano-mexicana, que es la que yo siempre sostuve. No fue tampoco Giancana para vengarse de las investigaciones contra la mafia del fiscal del Estado Robert Kennedy. Castro pudo ser el inductor en venganza por la humillación de la Crisis de los Misiles y la invasión de Bahía de Cochinos, y utilizó para ello a agentes cubanos en la capital de México. ¿Sabéis quién dio ese chivatazo a la Embajada americana? No os lo vais a creer: la escritora Elena Garro, mujer del también escritor Octavio Paz. ¿También él es sospechoso de conspirar? Utilicé la pista cubana para convencer a Warren de que aceptara presidir la comisión. Estaba en riesgo la guerra atómica con la URSS y no pudo negarse.

No sé si a Oswald le ayudó alguien, si hubo más de un tirador. Leyendo el libro uno no lo tiene del todo claro. Pero sí queda fuera de toda duda que yo no tuve nada que ver. Estoy satisfecho de que, por fin, alguien haga una excelente investigación que me exonere del magnicidio, por más que me tache de mentiroso, marrullero e imprudente en mis comentarios. ¡Pero no de conspirador para asesinato! Que se lo hagan llegar a Stone junto a una copia de la TV movie que Ridley Scott estrenó hace unos días en National Geographic sobre la muerte de JFK.

En fin, queridos conciudadanos, estoy más tranquilo. Creo, sinceramente, que fui el presidente que os legó la herencia más notable. Me tocó gestionar una decisión ajena como fue entrar en Vietnam, y no supe hacerlo. Aprovecharé alguna próxima efeméride para explicaros bien mis motivos. A la hora de ponderar mi gestión, tened en cuenta que me tocó gobernar en los 60, que fueron preciosos, pero a finales, a las puertas de los 70, que fueron una locura de la que Nixon pagó los platos rotos. La psicodelia y esas cosas. Yo me retiré a mi rancho de Texas, preferí no verlo, y morí allí en 1973, atormentado por la ingratitud, incapaz de comprender por qué me odiabais entonces. Ya sé que me queréis.

Sinceramente vuestro,

Lyndon Baines Johnson

 

Antonio García Maldonado

Antonio García Maldonado (Málaga, 1983) es analista de inteligencia competitiva y asesor de la Cátedra de Servicios de Inteligencia de la URJC. Ha sido consultor en América Latina durante 8 años. Ha sido periodista y publica en EL PAÍS, The Objective y El Asombrario, entre otros medios españoles y latinoamericanos. Ha sido becario del Colegio Internacional de Traductores Literarios de Francia en Àrles, y ha traducido, entre otros, a Norman Mailer, HD Thoreau, Bob Woodward y William Kotzwinkle. Elabora informes de lectura para la editorial Acantilado, fue librero y se licenció en Economía.  Puedes saber más de él en su Twitter: @MaldonadoAg o su página web http://antoniogarciamaldonado.com/

Hay libros caducos y libros Perennes. De los últimos están hechas las grandes bibliotecas, el saber, la memoria y son los que, además, hacen interesante darse una vuelta de vez en cuando por librerías de viejo. En un contexto efímero y efervescentes es bueno poder aferrarse a libros que sobreviven al paso del tiempo, incluso crecen con él.