Carranque de Ríos es un autor raro. Sin embargo, publicó tres novelas en vida que vendieron miles de ejemplares. Su nombre se podía leer en periódicos, su rostro aparecía en revistas de cine, e incluso, durante la promoción de su primera novela, en un gran cartel en la Gran Vía, entre los de Azaña y Marañón. También fue enviado como reportero por el Heraldo de Madrid al Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Hasta se podría decir que fue un personaje desatacado. ¿Raro? Lo raro es que Carranque no fuera un niño bien: provenía de una familia de clase trabajadora con 14 hijos, ejerció múltiples oficios (obrero de la construcción, mánager de boxeo, modelo o estibador), fue militante anarquista y, posteriormente, decidido defensor de la revolución. Pero, ante todo, lo raro es que sus novelas —tres indudables hitos de la literatura obrera— se convirtieran en best-sellers. Raro desde el punto de vista del mercado actual. Si bien es cierto que son peculiares: nada hay en ellas de vida de santos ni pesados martirologios, no. Sus novelas están escritas en clave profundamente cómica, son bufas, ligeras, por momentos parecen charadas escritas por un frescales, pero, sin merma de lo anterior, son relatos que, además de describir material- mente la sociedad de su tiempo, narran el proceso de toma de conciencia política de sus personajes.
Libros Corrientes recupera, en tres volúmenes, las tres novelas publicadas por uno de los autores más singulares de la narrativa en español, Andrés Carranque de Ríos: Uno (1934), La vida difícil (1935) y Cinematógrafo (1936). Junto a ellas, en anexo documental, se incluye el conjunto de textos de y sobre Carranque publicados en prensa durante la vida del autor; una herramienta fundamental para hacerse una idea de su impacto en la vida cultural de la época. Prologada por Pío Baroja y publicada en 1934, Uno fue la primera novela de Carranque de Ríos. Narra los devaneos vitales de su protagonista, Antonio Luna (alter ego del autor), por el «Servicio militar», «La cárcel» y «La calle», tres de las pocas instituciones en las que los de abajo somos siempre bienvenidos.

 

Nota corriente

Ni proscrito ni raro ni censurado. Tampoco difícil u oscuro. Y menos, anticuado o demodé. Vendió sus libros por millares, fue traducido al ruso, la editorial que le publicó (Espasa-Calpe, nada menos) gastó un buen dinero en la promoción, sus libros aparecían anunciados en los periódicos y hasta los paseantes de la Gran Vía pudieron contemplar su rostro en grande anunciando su primera novela junto a los de Azaña y Marañón; de su segundo y tercer libro se hicieron ediciones de lujo con autografiado del autor, incluso le habían contratado una nueva novela (ahora perdida y que ya tenía finalizada bajo el sugerente título de El miedo), tuvo alguna relevancia en el mundo del cine como actor con cierto perfil de galán y Julio Álvarez del Vayo le contrató como secretario personal cuando le conoció durante el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, al que fue enviado como corresponsal por El Heraldo de Madrid.

¿Qué ha pasado para que un autor tan relevante y con tanta proyección comercial en la España de los treinta haya pasado a ser parte de catálogos de pequeñas editoriales como esta? Solo La vida difícil ha tenido una suerte algo más acorde a su posición original en el mercado, siendo reeditado en el tiempo por grandes editoriales como Turner y Cátedra. Eso sí, hasta en ese caso, como bien explica Raquel Arias en el texto que gentilmente nos ha cedido como pórtico a nuestra edición de La vida difícil, lo ha sido a través de un ejercicio de desideologización, con motivaciones que iban desde un cateto impulso de construcción de una literatura nacional, de una autoctonía cultural, hasta como ejemplo de un vago humanismo bienpensante.

Pero la literatura de Carranque no se quiso como nada de eso. Es un perfecto ejemplo de literatura obrerista y abiertamente política (si bien peculiar, en tanto está ausente el aspecto hagiográfico y martirológico que la literatura obrerista suele poseer: su literatura posee un carácter fuertemente humorístico por el que la tragedia encuentra mejor canal de expresión). Tan es así que su primer recuperador, el recalcitrante franquista Joaquín de Entrebasaguas (bajo cuya orden tuvo lugar la destrucción de los 50.000 ejemplares de El hombre acecha, de Miguel Hernández, en 1939), atribuye el éxito de Carranque al clima cultural de la época, proclive al marxismo (lo que en aquel momento, no olvidemos, significaba, en realidad, al movimiento obrero).

Simplificando (ma non troppo): si Carranque vendió los miles de ejemplares que vendió con unas novelas en las que la toma de conciencia política y la revolución proletaria son los explícitos horizontes generales es porque, como pensaba el franquista, en la sociedad de entonces existía una visión positiva del movimiento obrero. Y aunque es verdad que tampoco hay que sobredimensionar la cuestión, en tanto muchas veces la literatura opera como exorcismo de la acción y como cura para la mala conciencia de la gente bien que percibe los conflictos, intuye las soluciones, pero no está dispuesta a perder privilegios, sí que es un importante indicativo. No en balde, como dijo hace no tanto el millonario Warren Buffet: «La lucha de clases existe y los ricos estamos ganando». Así lo demuestra el mercado editorial.

Esta edición incluye como Anexo Documental

Andrés Carranque de Ríos «Un nuevo sistema de vivienda», «África misteriosa» y «Seis horas dentro de un taxi», Cipriano Rivas Cherif, «Nómada», la presentación del novelista realizada por Pío Baroja para la edición de Espasa Calpe de 1934, Miguel Pérez Ferrero, «Carranque, o el autor de un libro no recibido», Gerardo Rivera, «Uno, novela de Carranque de Ríos», Rafael Martínez Gandía, «Una vida extraord naria. Carranque de Ríos, ebanista, albañil, poeta, anarquista, artista de la pantalla y novelista», Rafael López Izquierdo, «Uno de A. Carranque de los Ríos» y Carlos Sampelayo,«Las vicisitudes de Carranque de Ríos, autor de Uno. Albañil, anarquista, cargador de muelle, artista de cine…»

 

Primer episodio: SERVICIO MILITAR

Este episodio, titulado «Servicio militar», es lo único autobiográfico que se conoce de Antonio Luna. Fue escrito en la cárcel a raíz de su primer proceso por haber dirigido los asaltos a las tiendas de Madrid. Los episodios que han sido agregados —«La cárcel» y «La calle»— tienen la autenticidad necesaria para que la vida de Antonio Luna obtenga en este libro una realidad natural.

 

Pies de Hígado

Hace quince días que la ropa militar me baila sobre el cuerpo. Las mangas me están cortas y cuelgan mis muñecas de estos embudos en un manoteo de cosa desprendida. La parte de la espalda me sienta demasiado holgada. Si no fuera por el cinturón, no habría forma de evitar el vaivén de esta tela desagradable.

Los demás compañeros se han arreglado la ropa y se han cambiado el calzado. Hay algunos que exhiben los botones con un brillo que ya ha sido elogiado por el sargento. En la batería existen dos soldados que llevan los uniformes sin preocuparse de que parece que les está continuamente doliendo la barriga. Uno de estos soldados anda como si careciera de espina dorsal. Los brazos le caen hacia el suelo como las ramas de un sauce y tiene dos ojos atemorizados que miran siempre esperando la bronca. Cuando salimos de instrucción es la pesadilla del sargento, porque jamás lleva el paso y si se le aconseja que lo coja, arma tal lío con el fusil, que los soldados se apartan de su lado rompiendo la formación. Al andar pisa de una manera que parece que sus pies están hechos de trapo. Seguramente son sus pies los que tienen la culpa del desorden físico de su cuerpo.

Este soldado ha perdido en la batería su nombre. Lo llaman Pies de Hígado.

El otro soldado que lleva el uniforme con el mismo desorden soy yo. Mi amistad con Pies de Hígado nació la otra mañana. Nos habían reunido en el comedor, y aquel día se empleó en responder a las siguientes preguntas:

—¿Cómo se llama el rey?

—¿Cómo se llama la reina?

—¿Cómo se llama el ministro de la Guerra?

—¿Cómo se llama el gobernador militar?

Todos salimos del apuro como pudimos. Únicamente Pies de Hígado se atascó al llegar a lo de la reina. Lo solucionó llamándola con los apellidos del gobernador militar. Alguien debió de decirle al oído estos apellidos y él los fue soltando con un aire atemorizado.

Por último, hemos formado en una sola fila. El sargento me ha hecho dar tres pasos al frente y después de dar media vuelta me he colocado de cara a la fila. Es cuando el sargento ha gritado:

—¡Vamos! Ése es un general que va por la calle. Ir pasando y cuidado con el saludo.

Recorre a todos de una larga mirada y ordena al que hace el número uno de la fila:

—¡Primero: vamos con el saludo!

Han cruzado frente a mis narices los de la fila. Al llegar Pies de Hígado ha empezado por cuadrarse torpemente, ha iniciado un manoteo y ha terminado por saludarme con la mano izquierda. Al arrancar a andar ha hecho un movimiento de hombre desarticulado y se han oído risas entre los soldados.

—¡Zopenco! —chilla el sargento—. Si el día de la revista del general saluda de esa forma habrá que darle cuatro tiros.

El sargento se dirige a mí, recomendándome como si se tratara de algo importante:

—Váyase con él a aquel rincón y hágale que aprenda lo del saludo.

Cuando estamos en el extremo de la nave empiezo por aconsejarle:

—Ponte ahí. Verás… Es muy sencillo.

He realizado tres veces lo del saludo. Le digo que ahora le toca a él, y aguardo el simulacro. Pies de Hígado me mira con unos ojos de buena voluntad. Se dispone a efectuar los saludos, y cuando llega a mi lado se cuadra algo cobarde, se lleva la mano a la frente y se queda arrugado, sin terminar el saludo.

—Ahora tienes que volver y verme la cara —aconsejo con deseos de que lo realice buenamente—. Después giras a la izquierda y sales andando. ¿Comprendes?

Ha hecho esto como un niño cuando deletrea una frase. Luego me pregunta muy contento:

—¿Ya lo hago bien?

—No; no lo haces bien. Eres un burro.

Pies de Hígado baja la cabeza y observa sus pies deformados y grandes. Llega a mascullar:

—A mí no me importa cómo se llama la reina. No sé saludar a un general, ¿y qué? Ya no duermo por las noches. Me acuerdo del sargento… Cualquier día voy a salir andando para no ver más a ese tío.

 

Trote sin estribos

Hoy ha sido el primer día de instrucción de caballo. Esta mañana me he dado cuenta de la clase de animal que hay dentro del cuerpo inflado del sargento. Hemos sacado los caballos de las cuadras para llevarlos al picadero. El sargento nos manda formar en círculo mientras él queda colocado en el centro.

Según la instrucción, hoy sólo se trata de hacer los movimientos necesarios hasta estar encima de la silla de montar. Pero ha ocurrido otra cosa. El sargento nos manda subir a los caballos, y nos grita que coloquemos los estribos sobre el cuello de los animales. Cuando observa que tenemos los pies sin ninguna sujeción comienza a manejar la fusta y los caballos se lanzan al trote por el círculo del picadero. En ese instante empiezan las caídas. No hay forma de sostenerse en la silla con el traqueteo del animal. Un soldado se agarra a la montura, pero oye la voz del sargento:

—¡Fuera esas manos! ¡Imbécil!

Siento que se me acaba el caballo. Ahora voy sentado en el cuello y en seguida salgo por las orejas. Me tapo la cabeza con los brazos oyendo cómo los cascos retumban en mis oídos.

El sargento manda parar la fiesta. Escupo saliva mezclada con tierra y alcanzo mi caballo. Los caídos nos limpiamos el uniforme mientras nos miran con estupor los que continúan encina de los caballos. Entre éstos observo a Pies de Hígado. ¡Lástima que esté encorvado sobre la montura! Tiene esa mirada de buey cansado con que algunos artistas han pintado a Napoleón.

Pies de Hígado me mira y sonríe. Estoy seguro que en estos momentos es feliz. Por primera vez ha hecho una cosa bien desde su ingreso en el cuartel. No puedo reprimir mi alegría por su triunfo y le hago un movimiento de felicitación. Pies de Hígado continúa sonriendo, y en señal de dominio da un palmetazo de cariño en el cuello de su caballo.

El sargento decide que se haga un descanso. Algunos de los caídos van en su busca para comunicarle que están lesionados. Yo hago lo mismo, porque mi cuerpo me duele al final de la espina dorsal.

—¡Siete heridos! —comenta el sargento—. Este año me han dado señoritas para la instrucción.

En el botiquín el sargento habla con los practicantes. Nos miran para echarse a reír. Yo me bajo los pantalones y me vuelvo de espaldas para enseñar mi rozadura. En seguida me aplican un paño mojado que me produce un dolor enorme. Parece que me quemaran la carne. La medicina es sal y vinagre.

Los practicantes no abandonan su gesto burlón y el sargento pasea riendo.

 

Cabezoto

El día del reparto del vestuario un soldado provocó un conflicto al suboficial. Ocurrió que ningún gorro venía bien a su enorme cabeza. Era como un bloque cultivado por la parte de arriba por un pelo corto y paliducho. Fue inútil que se probara todos los gorros de la batería. Siempre surgía su cabeza de los bordes del gorro y sus ojos miraban avergonzados de tener sobre los hombros aquella masa desproporcionada.

Hubo que encargar un gorro, y de todo aquel suceso no ha quedado otra cosa al soldado que el apodo de Cabezoto. Quitando lo exagerado de su cabeza, Cabezoto es un tipo normal. Escribe en los periódicos «notas de actualidad» y sabe rascarse el trasero maravillosamente. Él trata de quitarse esta costumbre, pero debe de serle imposible dominar su mano izquierda cuando acude a las partes inferiores.

Estos últimos días se ha agravado su defecto, porque ya se lleva los dedos a las narices en una rebusca grosera. A veces, consigue extraer algo, y procurando que no le observen mira lo que ha conseguido; después lo adhiere a cualquier objeto o lo arroja al suelo.

Estoy seguro que me tendría en más estima si supiera que sus defectos no son para mí censurables. Muchos aristócratas se comen las uñas, son impotentes y he oído referir que al niño de un conde tuvieron que quitarle una bomba de inflar neumáticos cuando trataba de introducir aire en el cuerpo del hijo del jardinero.

Por otra parte, ha sido Cabezoto el que me ha revelado algo referente al sargento. Resulta que cuando sale del cuartel el sargento se viste de paisano y se encamina a una iglesia llamada de «Los Luises». El sargento se arrodilla, reza y observa. Siempre acude alguna señora ungida de fervor religioso. Esas son las más fáciles. Entonces la cara inflada del sargento se llena de beatitud. El amor brota mezclado con incienso y la señora cree que aquel hombre es un envío del cielo. A los pocos días de relaciones el sargento plantea la cuestión económica. Esto llega cuando la pasión se halla en su punto culminante y todo parece natural.

El sargento tiene cara de peluquero de señoras y esto me sirve para hacer esta pregunta: «¿Por qué las mujeres maduras y religiosas se encaprichan de los hombres con cara de peluquero?»

 

*   *   *

Periodismo

El capitán Rodríguez ha dejado sobre la mesa dos ejemplares de La Era Cristiana. El de fecha más atrasada enseña en primera plana unas llamadas, pintadas con lápiz rojo, que sin duda son obra del capitán. De esta forma el que coja el periódico llevará los ojos a las señales rojas.

Es tan larga la tarde que decido sacar esta copia:

CARTAS DESDE MADRID

Hacia una España Mejor

Continuando esta cruzada, en la que sólo nos mueve un gran amor por una patria llena de vigor y de energía, hoy vamos a tratar de poner los puntos sobre las íes en lo que se refiere a organización y defensa de la familia católica frente a los vándalos de las fábricas y frente a los salvajes que hacen la apología de ese crimen de leso Estado que ellos lo han definido cínicamente: la propiedad es un robo.

He aquí que en este mi segundo trabajo tengo que recordar nuevamente las palabras de un buen amigo mío, militar pundonoroso, amante de su rey y del uniforme que viste.

Un día de otoño, cuando el viento golpeaba en los árboles, llenando los paseos de hojarasca, la de mi amigo, grave y plena de autoridad, me fue explicando pausadamente: «La gente de orden, la gente honrada, no tendrá más remedio que replegarse en una misma línea de defensa. Es tal la gravedad de las circunstancias, que únicamente formando una tropa disciplinada y respetuosa con las jerarquías es como podremos cortar rápidamente el furor de las hordas revolucionarias.»

Ahora quiero detallar algunas frases que aquella tarde fui escuchando mientras mis pies sentían quebrar las hojas caídas. Al referirse mi amigo a lo de tropa disciplinada no solamente hacía mención al elemento militar, sino al elemento civil. Cada uno, situado desde su puesto, puede contribuir a realizar perfectamente su cometido. Pero, sobre todo, no hay que descuidar la Prensa. Quien dice la Prensa dice el teatro y la novela. Nunca podremos pagar el benéfico efecto que en el público causan las obras teatrales de don Joaquín y de don Serafín. Seguro estoy que adivináis que hablo de los hermanos Quintero.

¿Y qué decir de ese coloso de la escultura que se llama Benlliure? Se marea uno cuando piensa en lo que vale, en lo que significa esta nación que en el mapa tiene el nombre de España.

Ahora que estamos al final de esta crónica, quiero hacer un ruego a mi amigo y decirle: Usted, Jacinto Rodríguez y Rioseco, capitán del Ejército español, debe enviar a La Era Cristiana ese plan de ideas que tantas veces usted me ha expuesto en largas y provechosas veladas.

Usted, que tiene algo del carácter férreo del gran Bismarck y que, además de esa cualidad, reúne la de ser un perfecto caballero, no puede rehuir este llamamiento que le hace este humilde servidor y discípulo.

Y, desviándonos de lo anterior, me place señalar en La Era Cristiana el magnífico aspecto que ofrecía en la otra mañana el desfile de los soldados que realizaban el relevo en Palacio. Al hombre más insensible le emocionaría el momento en que S. M. se dignó asomarse a uno de los balcones. La ovación fue de las que no se olvidan jamás. Unos niños que estaban colocados en primera fila sacaron sus pañuelos y saludaron a su rey. Este rey generoso y valiente, que en tocante a simpatía y democracia es el número uno en el mundo.

Hasta la próxima.

Carlos de la Villa.

 

El otro ejemplar de La Era Cristiana tiene también sus señales rojas. Al final del artículo está la firma del capitán Rodríguez. Le han colocado la colaboración en primera plana, y el escrito está orlado con una greca negra que le da cierto carácter fúnebre. Empieza de esta manera:

LA VERDAD ANTE TODO

Requerido para colaborar en La Era Cristiana, quiero sentar de antemano que sólo me guía el afán de poner mi modesta opinión al servicio de los que sienten en sus hombros el peso de la patria. Sobre todo, seré breve y concreto. Ahora partamos de este principio: La vida es una lucha perpetua. Consecuencia de este hecho: hay que ser blancos o negros. Nosotros somos los blancos; nuestros enemigos componen los negros. Los blancos estamos en esta orilla; los negros, en la orilla de enfrente. ¿Qué hacer entonces? La elección no es dudosa. Primero, fortificar las posiciones. Segundo, averiguar el lado débil (esto es bien fácil) de los negros. Seguros de que en religión opinan en contra nuestra, debemos procurar que comprendan lo lógico de nuestra cruzada. Si a nuestras palabras responden con fuego, el caso ya indica la respuesta.

Perdón si este lenguaje es un poco duro; en todo caso será el reflejo de un soldado del rey.

Roma es el faro del mundo. Sin embargo, su luz no ha penetrado en todas las conciencias. Por el Norte, un pueblo que hasta hace poco tiempo se llamaba Rusia ahora está perdido de la mano de Dios. Esto quiere decir que los rusos significan para nosotros que son los negros. Afortunadamente, los blancos somos más numerosos que los negros. Pero ¿y mañana? De esto es de lo que hay que hablar y hablar claro. Nunca como ahora hemos necesitado de la claridad.

Hay que determinar la situación de cada combatiente y darle a cada uno su puesto en la lucha. Y todo esto entra de lleno en la estrategia, y la estrategia es simple cuestión militar.

¿Los escultores? ¿Los novelistas? ¿Los filósofos?… Amigo Carlos de la Villa, yo soy el primero que ha dado sus aplausos a don Serafín y a don Joaquín. Su teatro honrado y colorista ha hecho la felicidad de mucha gente. Pero ésta no es la hora de los artistas; es la hora de las decisiones graves e importantes. Después tendremos tiempo de sobra para grabar en letras de oro los nombres gloriosos de Linares Rivas, de Echegaray, de Benavente y de tantas lumbreras que han desfilado por el teatro español.

No es con arte con lo que debemos luchar en estas circunstancias. La guerra nos ha dado una lección y nos ha demostrado que el mundo necesita de unos cuantos cerebros disciplinados en las tareas militares.

En resumen: blancos o negros. Los blancos, en esta orilla; en la otra orilla, los negros.

Jacinto Rodríguez y Rioseco,

Capitán del Ejército español.

 

Nosotros, los negros

Ayer quedó todo convenido. En la Puerta de Toledo nos encontraremos Cabezoto y yo. Después nos llegaremos al Portillo de Embajadores y junto a la tapia de la Fábrica de Tabacos estará esperándonos Pies de Hígado.

Este domingo trae una mañana de sol amarillo que calienta un poco mi capote militar. En los arroyos empieza a fundirse el agua helada, y los árboles que tienen las ramas congeladas por la escarcha, agradecen este envío del sol.

Bajo por la Cuesta de las Descargas y enfilo la Ronda de Segovia. La Puerta de Toledo se destaca en la mañana de enero entre el ruido agradable que producen las ruedas de los carros, las campanillas de los arreos o el grito de un vendedor de periódicos.

En el sitio de la cita no encuentro a mi compañero. Decido esperar. El sol monta por encima del Matadero, disipa los últimos restos de neblina, y ahora brilla con toda su fuerza. Cerca de mí, un perro se busca una pulga con cierta voluptuosidad.

—¡Eh, general! —grita alguien detrás de mí.

Cabezoto llega radiante; su ancho tórax es una coraza de optimismo.

—¿Hace mucho que esperas? —pregunta, alargándome su mano.

—Ocho años.

—Pues tienes la misma cara de violinista de café —comenta, enseñándome los dientes.

Reímos y empezamos la marcha. En un puesto compramos unos churros y continuamos el camino. El Rastro ya se halla en plena ebullición. Los pequeños comerciantes esperan a los compradores detrás de los tenderetes. Como marchamos sin prisa, voy pasando revista a multitud de objetos desparramados en lonas que hay en el suelo o sobre estantes de madera. Hay restos de ferretería, herramientas para carpintero. Hay uniformes de general y de marino. Un acordeón brilla a los rayos del sol, y junto a este instrumento musical se vende una jaula con su correspondiente loro. Los expendedores de tabaco de colillas tienen sus cigarrillos sobre una hoja de periódico. Un vendedor, con la gorra calada hasta los ojos, no cesa de liar pitillos.

El Rastro es como una felicidad humilde a espaldas de la gran ciudad. El Rastro tiene cientos de llaves que pueden abrir puertas misteriosas. Posee sierras, garlopas y hasta lo necesario para fabricarse uno su pequeño albergue. El Rastro os vende ropa y calzado por muy poco dinero. Si queréis afeitaros o cortaros el pelo, tenéis barberías al aire libre. Primero os pasarán por la cara una brocha mojada en agua tibia, y esto os producirá gusto en la mañana fría.

El sol, que fulge sobre los botones de los uniformes, sobre los viejos aceros y sobre el loro enjaulado, os enviará sus rayos en el momento del afeite. Por un instante creeréis que vuestro conflicto económico de comer cada día ya se ha solucionado por fin. Por el Rastro camina mucha gente llevando su capital en calderilla. Algunos no poseen ni esa calderilla.

«Ahora los negros están en esta orilla, capitán Rodríguez. Los blancos están en la otra orilla, en la orilla del barrio de Salamanca. La orilla de los palacios, de los automóviles y de las nodrizas.

»Pero ocurrirá, capitán Rodríguez, que nosotros, los negros, estaremos un día en la gran orilla. Entonces vuestra estrategia será humo de paja quemada que os picará en los ojos, abiertos por el asombro.

»Y nosotros, capitán Rodríguez, los de la orilla de los suburbios, de las fábricas y de los campos, nos reiremos enormemente. ¡Cómo reiremos, capitán Rodríguez!»

—Fíjate: ahí tenemos a Pies de Hígado.

Cabezoto me señala hacia la Fábrica de Tabacos.

Pies de Hígado se acerca balanceando los brazos como si fueran dos aspas de molino.

—Bueno, venga el dinerito —nos dice a quemarropa—. Ya sabéis que son dos pesetas por barba.

Le entregamos cuatro pesetas, que con las dos suyas serán seis.

—Ahora, con esto —y Pies de Hígado señala el dinero—, tengo que daros de comer, pagar el vino y lo que rompáis.

—Pero ¿y los puros? —pregunta Cabezoto.

—Cómo, ¿también queréis puros?

—Claro —digo yo, aunque odio esa clase de tabaco.

—Pues no sé… Si queréis, compro tres puros de veinte céntimos. No hay para más.

Se arregla todo cediendo yo mi parte en beneficio de ellos. De esta forma los puros serán de treinta céntimos.

Con motivo de no sé qué cuestión, Pies de Hígado pregunta a Cabezoto:

—¿Sigues siendo poeta?

—No; ahora soy cerrajero mecánico —responde Cabezoto con aire de burla.

—¿Tú crees que soy tonto? —indica Pies de Hígado—. Siempre que os hablo de vuestras cosas de poetas os dais mucho postín.

Pies de Hígado se adelanta y larga a una muchacha unas palabras. Ella no le ha hecho ningún caso, pero él regresa sonriendo.

—Me ha dicho que me espera a las seis.

—Entonces es que te ha confundido con un oficial —responde Cabezoto.

—Debe de ser eso —afirma Pies de Hígado—, porque me ha dicho: «¿Por qué vas con ese de la cabeza grande?»

—¿Y de mí no te ha dicho nada? —pregunto por puro placer de oírle.

—No; tú eres un revolucionario.

—¿Que soy un revolucionario?

—Sí, hombre; lo que dijiste en la vaquería yo no lo entendí bien, pero un albañil me lo explicó después.

—¿Y tú no eres revolucionario?

—Yo, no.

—¿Ni siquiera republicano?

—No. Todo ha de seguir igual. Siempre me tocará a mí llevar cántaros de leche.

—Hombre—tercia Cabezoto—. Cada uno debe trabajar en lo que sabe.

—Mira, aquí de lo que se trata es de que ahora vamos a jugar a la rana —explica Pies de Hígado—. ¿Tú sabes tirar a la rana?

—No he jugado nunca —comenta Cabezoto—; pero sé que es cuestión de pulso.

Estamos llegando a las últimas casas del paseo de las Delicias. Ya veo la colina de los campos de Villaverde. A la derecha dejamos el Matadero municipal. A doscientos pasos del Puente de la Princesa encontramos una taberna, y Pies de Hígado nos indica que en este sitio se ha de celebrar el festín. Pero antes de la comida hay que jugar a la rana, y la rana, capitán Rodríguez, es un juego de gente que pertenece a la orilla de los negros.

Desde luego, es un juego vulgar, de hombres de pueblo. Esto significa, capitán Rodríguez, que es un juego sin trampa. La trampa pertenece a los de la otra orilla, a la orilla de los blancos, que visten el frac y que cuando compran un automóvil eligen una bocina que suene elegantemente.