No hay mejor modo de emplear el sábado que sentarse a leer. Y es por eso que en penúltiMa tenemos la buena costumbre de entregar cada fin de semana lectura para nuestros atentos lectores, como, por ejemplo, este relato inédito del guatemalteco Adolfo  Mazariegos que en breve pasará a formar parte de su libro de cuentos de inminente publicación.

 

Y de repente… Abrí los ojos. A pesar de la metálica pesadez que caía sobre mi cuerpo y sobre unos párpados cansados que me parecían ajenos. La noche anterior me había sido muy difícil conciliar el sueño. Estuve dando vueltas y vueltas en la cama hasta las primeras horas de la madrugada, mientras un extraño presentimiento me mordía las entrañas y me aplastaba con afán el corazón; me hacía recordar, no sé por qué, aquel episodio vivido en mi ya lejana infancia, una infancia tan lejana y extraña que, ahora, después de tantos años, hace que me cuestione si no lo habré soñado todo. Tendría siete u ocho años entonces: desperté sudando copiosamente en la cama de aquel cuarto de hospital; un sombrío hospital de paredes grises y descascaradas cuya existencia hasta ese día yo desconocía. Mis padres, sentados en un sillón ―también gris― que estaba a la par de la cama, me observaban con una mezcla de cariño y extraña compasión que aún hoy hace que me estremezca. No recuerdo por qué estaba allí. Tampoco recuerdo cuánto tiempo duró aquella estadía. Tan sólo sé lo que hace pocos años, aunque ya en sus últimos días, mi padre accedió a contarme con cierta renuencia: «Es mejor que ya no recordemos aquello, hijo ―soltó de pronto, mientras hablaba―, es algo doloroso…, lejano ya, pero doloroso…, para qué revivirlo».

Y no dijo más.

Sostenía débilmente mi mano y me miraba con unos ojos enrojecidos, cansados,  llorosos, como en aquél aciago día cuando desperté en ese vetusto hospital de quién sabe dónde. Mi madre, que se limpiaba la cara con un pañuelo blanco de papel estrujado hasta el cansancio, lloraba y se lamentaba por algo que yo no lograba entender. Movía la cabeza de un lado a otro, agitando inconscientemente su cabellera larga y castaña, negándose a aceptar lo que mi padre, en voz muy baja, le decía al oído con paciencia y consternada resignación. Ella se puso de pie y caminó hasta la puerta. Allí se detuvo un instante, un instante fugaz y eterno a la vez, como si de pronto el tiempo fuera una materia maleable que ella pudiera modelar fácilmente a su antojo. Volvió la mirada hacia mí y la vi llorar de nuevo, luego salió de la habitación sin decir nada, apresurada, con el sonido de sus finos tacones resonando en las baldosas frías del pasillo. Eso sí lo recuerdo muy bien, porque esa fue la última vez que la vi. Nunca volví a saber de mi madre. Y mi padre nunca quiso hablarme del tema, jamás; tampoco volvió a mencionar siquiera su nombre. Un día, cuando desperté, sencillamente había desaparecido todo rastro de ella: su ropa, sus fotos, su cepillo de dientes, su viejo libro de recetas…, sólo dejó la jaula de sus canarios, esos canarios amarillos que tanto le gustaban… Nunca pude explicarme por qué se había llevado las aves y había dejado la jaula, vacía, con tan sólo esas plumas maltrechas y las manchas rojas que nunca nadie limpió…

***

Hoy, reviviendo sin querer esos mohosos recuerdos, pude sentir, desde muy temprano, la negativa de cada uno de mis músculos que se resistían a dejar la tibieza de la cama, como tratando de obligarme a no salir, como negándome la posibilidad de enfrentar estas mañanas frías y grises de invierno.

Con desgana me levanto. Y me bebo una generosa taza de café sin azúcar (la cafetera estaba preparada desde ayer, sólo había que oprimir el botón on para que el café empezara a fluir). A lo lejos, desde la ventana de la diminuta cocina, veo los nubarrones de hormigón que se extienden por casi todo el cielo de la bahía: parecieran a punto de caer; pero sé que no lloverá, sólo es frío, ese frío intenso de esta época que me hace pensar en salir a comprar una botella de buen vino y algo para cenar. No tengo nada más qué hacer. Me subo al auto y conduzco despacio por varias calles, viendo la neblina que cubre la parte alta del Golden Gate mientras me voy acercando. Siento frío. Escucho el viento que silba histérico por entre los gruesos cables de acero que sostienen el puente. Los autos pasan veloces rumbo a la autopista 101 o viniendo de ella, haciendo estremecer la estructura metálica del gigante rojo de San Francisco. Abajo, como durmiendo en el agua helada, la antigua prisión de Alcatraz empieza otra monótona mañana decembrina. De pronto, me siento atraído por algo; no sé qué; una extraña voz que no recuerdo haber escuchado antes pero que inexplicablemente me resulta familiar. No lo pienso. Detengo el auto justo en mitad del puente y desciendo de prisa, cubriéndome el rostro del viento helado con el cuello de mi americana ya gastada. Empiezo a caminar apresuradamente, mientras los autos empiezan a chocar con estrépito tras el mío en medio de una incomprensible mezcla de bocinazos y maldiciones. Sigo caminando sin volverme, ante las miradas atónitas y estupefactas de tanta gente que me observa y empieza a aglomerarse con rapidez en los pasos peatonales a los costados del puente. Cierro los ojos y los abro de nuevo lentamente, y no sé cómo, ahora mismo me encuentro con el rostro pegado al frío asfalto del puente. Un par de oficiales de policía me apuntan con armas de fuego, mientras otro me esposa y recita de memoria mis derechos: «tiene derecho a guardar silencio; tiene derecho a un abogado; tiene derecho a…, bla, bla, bla».

No sé qué ha sucedido. De verdad. No he querido ocasionarle problemas a nadie, lo juro. Creo que me pareció ver uno de esos canarios amarillos y quise darle alcance, eso es todo… Aunque realmente no lo sé. Creo que recordé que sigo teniendo una jaula vacía en mi apartamento, pensé que si pongo canarios en ella de nuevo tal vez mi madre venga y decida explicarme… Quién sabe.

 

Adolfo Mazariegos es politólogo y escritor. Ha publicado los libros “Utópolis” (No-Ficción, 2019); “Cuestión de tiempo” (Novela, 2018); “Régimen de Convención” (No-Ficción, 2013) y “Un lugar igual… Pero distinto” (Cuentos, 2011). Varios de sus relatos han sido incluidos en compilaciones y antologías en España, México, Uruguay, Argentina, Guatemala y Estados Unidos. Actualmente es docente universitario y escribe semanalmente la columna de opinión Utópolis, en Diario La Hora (Guatemala). Su sitio web es www.adolfomazariegos.com 

La imagen que ilustra el cuento es de Jo Spence, la reconocida fotógrafa británica.