Ir al baño puede ser un viaje como cualquier otro, y de hecho llega a modificar nuestras rutinas. Antonio Báez se pregunta en este Periplo: ¿uno es un turista allá donde sabe en qué lugares puede cagar como en casa?
En el cine y la literatura el apareamiento humano está profusamente representado por medio de la coreografía y el lenguaje elusivo o poético. No obstante, casi todas las personas que conozco imaginadas en esa situación se me representan como perros, garrapatas o alimañas más o menos lujuriosas. Uno ama restregándose, amasando, apretando y deformando, babeando, tragando pelos y escupiéndolos, manchando y ventoseando. Por otra parte, en esos mismos terrenos no se caga, acto esencial, sublime y cotidiano que carece de correlato representativo en la ficción. ¿Por qué? Se le atribuye a Paul Valéry una cita muy ilustrativa:“Un hombre que caga es, en ese instante, un ser eterno. Es idéntico a Moisés, a César, a Richelieu, al antropoide.” Sin embargo, en nuestras películas y novelas nadie se sienta en la taza del váter. Los romanos cagaban juntos mientras hablaban de sus cosas, pero nosotros cagamos solos, escondidos y avergonzados. Uno de mis libros fetiche de poesía se titula Escatófago, de Fernando Merlo, uno de esos poetas malditos de la provincia, que en su primer poema titulado Trofeos declara: “Porque yo soy poeta/ incluso cagando/ quiero dar, /os doy,/ una poca de mierda./ La demás para mí.” A mí alguien que me hace esa declaración me tiene ganado para siempre. Porque tu mierda es tu alma; en nuestros días el secreto mejor guardado. Quien se aparta de la mierda se aleja de la espiritualidad y allí donde aparece lo escatológico surge una chispa metafísica. Cagar es placentero, es emocionante, alivia, dulcifica, aplaca, encumbra, cagando nos ponemos a la altura de los ángeles y demás criaturas celestiales, llegamos a la ascesis, somos libres de cagarnos además en quien nos dé la gana. Que caguen mucho y bien es lo que les deseamos a aquellos que más queremos, a nuestros hijos. Mis abuelos cagaron de manera muy distinta a como estoy cagando yo, ellos lo hicieron en cuclillas por ahí, en alguna parte, directamente sobre la tierra, y luego se limpiaron con unas hojas o una piedra de suaves formas. A mí me han sentado en un trono como si yo fuese un rey, con lo que me han engañado doblemente; cago peor, porque no me acuclillo, y la majestad de mi postura es una tomadura de pelo. De cualquier forma, es lo que hay: cago en casa, pero no renuncio a cagar fuera de ella y busco los lugares de las ciudades que visito donde cagar tan a gusto como si estuviese en ella. A muchos nos gusta cagar leyendo, pero ahora sobre todo nos gusta cagar con el móvil a mano y a veces guasapeamos con nuestro grupo de amigos mientras sentimos el alivio, el encumbramiento, el poder y la ligereza de cagar. Lo único que le pido a los artistas de mi tiempo es que se tomen la molestia de poner a cagar a sus personajes si quieren que yo los sienta próximos. Un modo de representación natural y sencillo. Hay una historia muy interesante de una señora de alcurnia que tenía un joven criado, cuya misión era cagar en un recipiente, de donde se destilaba un elixir, que la noble mujer se aplicaba todos los días en el rostro y las manos para mantenerse joven y bella. Está recogida en “Historia de la mierda” de Dominique Laporte, editada por Pre-Textos. Quizás la primera reacción sea la de considerarla como asquerosa. Pero si nos detenemos un instante, ¿no es sublime?
Antonio Báez (Antequera, 1964) ha participado en diversas antologías de microcuento y relato breve y ha publicado los libros La memoria del gintonic, Griego para perros y su título más reciente es La magia de los días, publicado por la editorial Talentura.
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