Acaba de llegar a las librerías esta novela breve de Joyce Carol Oates que recupera la editorial Contraseña en traducción de Pepa Linares para deleite de los numerosos seguidores de la autora en castellano, que son, además, acérrimos y entusiastas y, también, para irritación de los odiadores (disculpen que no usemos barbarismos más propios de «creadores de contenido digital»)  de Oates, que son menos, pero igualmente furibundos. Bestias está ambientada a mediados de la década de 1970 en el Catamount College, una universidad femenina del nordeste de los Estados Unidos, Bestias está narrada en primera persona por una de sus alumnas, Gillian Brauer, aficionada a escribir poesía desde la adolescencia. En su tercer año en el Catamount, Gillian ha logrado que la admitan en el taller de escritura poética de Andre Harrow, un carismático profesor que en sus clases anima a sus alumnas a expresarse de la manera más desinhibida posible. El profesor Harrow está casado con una artista llamada Dorcas, cuyas perturbadoras esculturas de madera son muy cotizadas. Gillian, perdidamente enamorada del profesor Harrow desde el curso anterior, sabe por los rumores que corren entre sus compañeras que algunas alumnas han tenido la suerte de que el matrimonio las invitara a su casa y que alguna incluso ha viajado con ellos a Europa. A pesar de que sospecha que en los encuentros de esas alumnas con el profesor y su mujer hay algo turbio, Gillian se siente muy afortunada la tarde que Andre, días después de haberla besado por sorpresa durante un paseo, le propone que vaya a su casa, momento que señala el comienzo de una relación muy estrecha y malsana con Andre y Dorcas. Esperamos que nuestros exigentes lectores disfruten de este avance y corran a por más a su librería de confianza.

 

1. París
11 de febrero de 2001

Fue en la sección de Oceanía del Louvre donde vi el tótem.

Una estatua de madera, angulosa y primitiva, supuestamente femenina, de unos tres metros de alto, el rostro alargado y animalesco, las cuencas vacías y un tajo por boca. Los pechos, exagerados como las ubres de un animal, tablillas de unos treinta centímetros que descendían desde los hombros; contra ellos, la estatua estrechaba lo que parecía un lactante, aunque el niño no era más que una cabeza redonda de un tamaño grotesco; el niño no tenía cuerpo. El tótem estaba sencillamente catalogado como una Maternidad aborigen procedente de la Columbia Británica, en Canadá, con no menos de dos siglos de antigüedad.

«Está ahí. Es esa».
«Así que no ardió…».
Yo estaba desconcertada, no pensaba con coherencia. En la fría austeridad de la sala donde se exhibía, el tótem aborigen transmitía una sensación tan burda, tan elemental, tan primitiva que casi no parecía humano. Mirarlo me estremeció. Di media vuelta para marcharme, pero me descubrí frente a él de nuevo, observándolo una vez más, como si la madre lactante me llamara… «Gillian, no temas. Somos bestias, ese es nuestro consuelo». Porque aquella estatua era un mal sueño, una visión obscena. Imaginé que, delante de semejante cosa, un hombre sentiría encogerse y morir en su interior todo deseo sexual: allí, el varón anhelante y hambriento quedaba reducido a una espantosa cabeza apretujada contra la madre, seguramente sofocada por la madre. Y una mujer sentiría desvanecerse en su fuero interno la delicadeza y la ternura que nos hacen humanas.

«Somos bestias, no conocemos la culpa».
«Nunca somos culpables».
—Disculpe, madame, ¿se encuentra usted… bien?
La voz sonaba tranquilizadoramente estadounidense. Un próspero caballero de mediana edad con aspecto del Medio Oeste me observaba junto a su preocupada esposa.

—Gracias, es usted muy amable, pero sí, estoy bien —dije enseguida con la mejor de mis sonrisas americanas, radiante como unas luces de neón.

Se me iba un poco la cabeza y puede que me tambaleara, pero ya había pasado. No tenía ganas de compañía ni de que me tocaran. Como la pareja no dejaba de mirarme, repetí el «gracias» y me alejé con paso resuelto.

Salí del Louvre sobrecogida. Caminé por la orilla del Sena a ciegas. ¡Aquel tótem! ¡Tan horrible y, sin embargo, tan poderoso! ¡Y aquellos ojos!

Pensaba en la muerte de dos personas a las que quise hace mucho tiempo. Una muerte espantosa que se creyó accidental.

El cielo de París era opaco y el Sena tenía el color del plomo. A lo lejos, los románticos chapiteles de Notre Dame quedaban casi cubiertos por la niebla o por la contaminación. Iba tan distraída que ni me fijé en los invasivos puestos de los vendedores que tapaban la vista del río legendario.

Yo tenía cuarenta y cuatro años. Había pasado un cuarto de siglo.

Esto no es una confesión. Como verán, no tengo nada que confesar.

 

2. La alarma

20 de enero de 1976

«De noche, sirenas que se disparan».
«De noche, la terrible belleza del fuego».
Una noche de mediados de invierno, en el frío helador y cortante de los montes Berkshire, al suroeste de Massachusetts, llamas que ascienden al cielo desde el arbolado camino de gravilla sin salida que rodea la universidad.

Una alarma ensordecía nuestro edificio. Me pareció que olía a humo y el miedo me disparó el corazón.

Aun así, tuve tiempo de pensar: «No puede ser».

Porque para mí nunca fue real. Nunca llegaría a ser más que un sueño confuso.

Salí con las demás, a trompicones. Íbamos aturdidas, como ganado en estampida. Eran las cuatro menos diez de la madrugada y estábamos a quince grados bajo cero. El viento helado nos soplaba el humo a la cara. Me dolía la cabeza de frío, ¿dónde estaba mi pelo? ¿Qué me había pasado en el pelo? Me toqué la cabeza, el corte casi al rape, y lo recordé.

También mi pelo se estaba quemando. Las hermosas trenzas de mi pelo.

Entonces vimos que el incendio era en otro sitio, no en Heath Cottage. Habían dado la alarma en nuestra residencia por error. Podíamos tranquilizarnos, estaba a casi un kilómetro de distancia.

¿Dónde? ¿En una de las casas de la universidad, en Brierly Lane?

Algunas lloraban. Como niñas asustadas, nos apretábamos las manos heladas las unas a las otras, aunque no faltaba un ambiente de fiesta. «¿Un incendio? ¡Ah! ¿Dónde?». A toda prisa habíamos metido los pies desnudos en las botas y nos habíamos echado encima abrigos y chaquetas. De puro pánico nos comportábamos como tontas. Hacía mucho frío, las lágrimas que nos surcaban las mejillas se congelaban en unos segundos.

Dominique, fuerte y guapa, me atrajo y lamió mis lágrimas congeladas con la suave calidez de su lengua.

Las supervisoras nos decían que volviéramos a la residencia, que no corríamos peligro. El incendio estaba fuera del campus. Los bomberos voluntarios de Catamount habían llegado a la casa incendiada. En pocos minutos llegaría un segundo coche de profesionales procedente de Great Barrington.

Aun así, el incendio llevaba más de una hora sin control, un tiempo fatal.

Cuando un vecino de Brierly Lane dio el aviso, el fuego era ya intenso; cuando los bomberos lo empaparon de agua, una gran parte del tejado había ardido ya.

En Brierly Lane abundaban las casas antiguas, casas coloniales y de labor típicas de Nueva Inglaterra, construidas en madera y estuco, con el tejado a dos aguas. Se situaban al fondo del camino de grava, entre espesos bosquecillos de abedules y pinos de enebro, y la estrechez de los accesos dificultaba la entrada de los coches de bomberos.

Yo detestaba que las supervisoras nos gritaran como a unas niñas tercas. No éramos niñas y no teníamos por qué obedecer. Algunas queríamos zafarnos de ellas y cruzar el campus para acercarnos a Brierly Lane y ver con nuestros propios ojos lo que pasaba.

Cuál era la casa que se estaba quemando.

Nos llegaban a la cara partículas de hollín que se pegaban a las pestañas como lágrimas de alquitrán.

Alguien, tal vez Cassie, me estrechó la mano con tanta fuerza que hice un gesto de dolor, pero de un dolor feliz, emocionado, cargado de adrenalina.

«¿Qué casa es la que se quema?».
«¿Es…?».
Volvieron a meternos como un rebaño en Heath

Cottage. De repente me noté muy cansada, quería tumbarme a dormir en la escalera. Solo deseaba estar segura a la luz y el calor del interior. Me temblaban las rodillas. Tropecé con los escalones, que de pronto me parecían muy empinados, y una amiga me sostuvo por las axilas. Yo era una chica muy menudita, de solo cuarenta y un kilos. Pero no se dejen engañar.

O tal vez… no me despertó la sirena, no me despertó la alarma de incendios ni tampoco me despertaron los gritos de las otras chicas. En efecto, aquella noche no me había dormido aún; sin desnudarme del todo, estaba tumbada en mi cama tamaño cuna —el Catamount College no era dado a los lujos: somier metálico sin cabecero, colchón lleno de bultos— escribiendo mi diario, tal y como se me había ordenado.

«Tírate a la yugular».

Joyce Carol Oates nació en Lockport (estado de Nueva York) el 16 de junio de 1938. A lo largo de su carrera literaria, dilatada y fértil, ha cultivado distintos géneros literarios: novela, novela corta, cuento, poesía, teatro, memorias, ensayo o literatura infantil y juvenil. Entre sus numerosas obras podemos destacar las novelas Las hermanas Zinn, Qué fue de los Mulvaney, Blonde, A media luz, Niágara, Mamá, La hija del sepulturero, Hermana mía, mi amor, Ave del paraíso, Mujer de barro, Rey de Picas (Una novela de suspense), Delatora o Persecución; las novelas cortas Agua negra, Violación (Una historia de amor) o El hijo superviviente; los volúmenes de relatos Infiel (Historias de transgresión), La hembra de nuestra especie, Dame tu corazón, Mágico, sombrío, impenetrable, El señor de las muñecas y otros cuentos de terror o Desmembrado; el ensayo Del boxeo, y Memorias de una viuda.