Los mecanismos del amor y del deseo enmascaran muy a menudo otras pulsiones más turbias, menos cómodas, más inconfesables. Sobre esos disfraces más o menos evidentes gira este relato inédito de la escritora mexicana afincada en Madrid autora de La vida periférica.

 

El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe.
Jean-Jacques Rousseau.

 

Ese día llegó Rodrigo, autor de obra erótica, aunque él se negaba a catalogarla así. Con solo hojear un par de libros suyos saltaba a la vista su obsesión por las mujeres y el sexo.

Para esa fecha debíamos haber leído su ensayo sobre las letras y ciertos conceptos, usos y significados en la literatura. Compré el libro una semana antes; la portada me pareció desordenada, borrosa, escurridiza; pensé entonces en que la carátula coincidía con el autor que tenía frente de mi: un hombre cercano a la cincuentena cuya actitud era parecida a la de un animal que no está en sus dominios; presa en desventaja; cabello rizado, barba entrecana, labios contraídos, pestañas medianas, rizadas y ojos tapizados de delgadas venas rojas; mirada lujuriosa que no era difícil sostener amparada siempre por el sitio lejano y seguro de mi butaca en medio de mis compañeros de clase.

Usaba una camisa de mezclilla blanquecina; estaba tan raída que parecía a punto de la desintegración después de tanta plancha y lavandería. El cuello de la prenda no había sido alisado como exigía la costura que divide su base del inicio de la espalda; las puntas escurrían hacia abajo y obligaban a mostrar de más los pliegues gordos de la piel que lo rodeaba.

La dinámica era comentar su libro y preguntarle algo. Lo primero fue decirle que si escribía por vanidad o por necesidad. Aunque yo sabía que era una pregunta inofensiva y tal vez insulsa por lo de la vanidad, vi cómo en su cara comenzó a formarse una rubefacción, erupción roja y caliente que no alcanzó a romper, solo se tradujo en una mirada desafiante –que más tarde me daría cuenta de que era su arma fuerte- y de repudio. Contestó que él no escribía por ninguna de las dos cosas. Que él no era escritor y que lo hacía únicamente por jugar y que se pasaba por el culo a todos los que se dijeran escritores, los cuales no eran más que unos estúpidos hipócritas, que se daban sus ínfulas por que no había otra cosa en el mundo para lo que fueran útiles.

La clase finalizó. No se me ocurrió pedirle una dedicatoria de acuerdo al ritual. Únicamente pensaba en el libro, en lo que me había costado y en a quién podría regalárselo después sin que se sintiera ofendido por la falta de sustancia en el contenido.

Antes de traspasar el quicio de la puerta, se giró y me miró de un modo vertical y envolvente, directo y hondo; que prometía algo. Esperé a que saliera del salón. Enseguida tomé mis cosas y fui al corredor a buscar el aula en donde darían la siguiente clase. Y ahí estaba él. Apoyado en el muro del pasillo. Era, si acaso, un par de centímetros menos alto que yo. Hola, saludé, y bajé la mirada para concentrarme en el camino hacia la siguiente asignatura.

Supe desde un principio que su tipo no me agradaba. Si acaso su disgusto al preguntarle lo que le pregunté y su insistencia en descontarse, en menospreciarse, en hacerse pequeño, me parecieron graciosos. Su actitud reforzaba en mí esa sensación conocida de seguridad, bienestar, limpieza y absoluta tranquilidad.

Una semana después la profesora nos dijo que Rodrigo, el escritor, estaba en total disposición para recibir nuestros escritos con la posibilidad de publicarlos en la columna que ocupaba en reconocido diario nacional. Ella anotó su número de teléfono en la pizarra. Esa misma tarde le llamé para preguntar si podía enviarle algunas cuartillas por fax o con algún mensajero. No hablamos mucho, solo lo necesario para acordar el lugar, la hora y el día.

El lunes fui puntual. La cafetería era nueva: su decoración me recordaba a algún café de Comillas cuando el verano anterior había ido a Cantabria. El color naranja deslavado de sus paredes y los muebles tubulares de líneas sencilla y hierro forjado, le daban un aspecto pulcro y al mismo tiempo cálido. Él ya estaba con un café en la mano. Dijo que yo parecía tener dieciséis años después de que inquirió mi edad. Entregué la carpeta con los folios dentro y los revisó un rato.

Cuando terminó me preguntó que si era casada y que si era feliz. Ante esta última pregunta el suelo estalló en todos sus átomos, las moléculas de aire se fragmentaron en cristales imposibles de reacomodar. Los ojos se me llenaron de lágrimas, no podía sostener la cabeza erguida ni la columna firme. No tenía por qué haber preguntado eso. Eso sólo lo preguntan las madres a los hijos o los sacerdotes en confesión cuando uno ya no repara más en el propio corazón y los hace depositarios de sus confidencias. Mi mirada, todavía impersonal, se dejó descansar en sus ojos cuando le respondí que todos los días trataba de ser feliz.

Después, ya no importó si su camisa estaba deslavada o no, en si era verde o azul o amarilla, o en si la punta roja de su nariz lo delataba como a un alcohólico o si su vientre era exageradamente grande o si olía bien o mal. Solo me interesó su pregunta y su significado. En ese momento olvidé a lo que había ido. Quise saber de dónde provenía esa pregunta: saber si él vivía en el norte, si era casado, si él era feliz, si escribía desde hacía mucho tiempo, si le interesaba la música clásica igual que a mí. Desde dónde había surgido esa voz que no sabía nada de las tardes en casa, de esas siete de la tarde nuestras de cada día, de esos recorridos como gato en duelo de arriba abajo, del salón a las habitaciones; y qué sabía él de las noches en las que mi mirada rebotaba de una esquina a otra del techo, perdida en el universo oscuro e infinito de una estancia sin luz. De mis estrategias para sobrevivir. No; él no sabía nada de eso pero su pregunta me recordó ciertas soledades que me perseguían sin descanso. Aunque las estancias de la casa estuvieran ocupadas.

No hablé más. Toda la emoción por el encuentro, la fuerza que me había dejado el baño con agua fría de esa mañana, la alegría de sentirme productiva, se filtraron por los orificios microscópicos del piso de barro. Solo quedó lugar para el recuerdo de esa soledad de la que tanto me apartaba.

Rodrigo siguió hablando. Ya no tenía cabeza para atender a lo que me decía. Veía su boca, su mirada que me había parecido comprensiva, sus manos recién lavadas, cuyos vellos brillaban con la luz que entraba por la puerta frente a nosotros. El Adagio de Albinoni comenzó a inundar mi recuerdo. Ya no era yo la que estaba ahí. Era una mujer vulnerada por una pregunta.

No sé cuánto tiempo habló. Volví a mi cuerpo cuando me confió que él dividía a las mujeres en dos grupos y preguntó si yo quería saber de qué manera las dividía. Le dije que sí con cierta cautela que, conscientemente, no quería que lo fuera. No me gustaba su idea de agrupar a las mujeres, pensé; cada una existíamos con particularidades y complicaciones comunes. Nada que no fuera humano, pues. Pero me importaba todo lo que aquel hombre que hacía esas preguntas -a mí, directamente- pudiera decir. Con una sonrisa amplia en los labios, mirada impúber y rostro rojo dijo que a las mujeres las dividía en dos grupos: uno estaba conformado por mujeres a las cuales se las imaginaba en lencería, y el otro grupo lo integraban mujeres que no le interesaban lo más mínimo; ellas no existían para él. Al decir esto, el rojo sanguíneo de su rostro subió hasta cuotas homicidas (¿temerarias?). Preguntó si quería saber a cuál grupo yo pertenecía. Impelida por esa fuerza que emana cuando no tenemos nada que decir o no lo sabemos, le respondí que adelante, que lo dijera. Bueno, me dijo, tú perteneces al grupo de las que imagino en lencería.

No supe qué responder. Mi mente trataba de acomodar la información. En ese momento no sabía si era correcta o no su pregunta. No sabía si esa situación pudiera ser catalogada dentro del rubro de la ordinariedad de la vida o si era una acción que no podía estar repitiéndose en alguna otra latitud del planeta. Te imagino – continuó al mismo tiempo que acariciaba con sus manos mi mano izquierda- en lencería fina. La más delicada, ligera y hermosa lencería fina. Lo decía sin parpadear. El ruido del motor de los autos y el olor a diesel quemado se hicieron más nítidos, de pronto entró en el local una racha de aire que formó un minúsculo y sutil remolino de pelusas en el suelo recién fregado. Le dejaría mis escritos. Quizá llegara a archivarlos en la ‘A’ o en la ‘B’, eso estaba claro; o quizá los olvidaría cuando se fuera de ahí. No me atrevía a recogerlos, pues eran el motivo de la cita, de su posible publicación.

Muchas gracias –respondí con una sonrisa-. Quité mi mano de debajo de las suyas. Sentí frío.

Bueno –le dije-, gracias por tu tiempo. El mío, se terminó.

Salí de ahí. Miré el cielo. El sol se escondía tras un tapiz de nubes, y un viento denso y fuerte que parecía de invierno arrancaba las últimas hojas al maple sembrado en el camellón. No había pájaros. Eso es todo, me dije. Crucé la calle.

 

Roxana Villarreal nació en Taxco (Guerrero, México) en 1966 y reside en Madrid desde hace varios años. Es licenciada en periodismo, cursó estudios de lingüística aplicada a la enseñanza del español para extranjeros y de doctorado en literatura hispanoamericana, ambos en la Universidad Complutense de Madrid. Trabaja en academias de idiomas, donde imparte cultura latinoamericana y español. Su libro La vida periférica formó parte de los libros seleccionados por Elvira Navarro durante su curaduría editorial en Caballo de Troya en el año 2015.

Poe y compañía es la sección dedicada a la ficción  en penúltiMa. Por necesidad un relato colgado en la web no debe ser muy largo, y eso nos recuerda a la unidad de impresión de la que habló el iniciador del cuento literario moderno. No nos parece mala cofradía para unirse a ella.