Las mudanzas no son viajes, eso lo sabe todo el mundo, pero parece que las encaremos con una disposición parecida, pese a que todo indica que no deberíamos hacerlo. La protagonista de esta novela de Paloma Vidal, traducida por Mario Cámara y editada por Dakota, nos narra esa confusión elemental, y la sensación de no pertenencia y de desarraigo que es universal pero se manifiesta en determinadas circunstancias.

 

Se llega a un lugar sin haber partido
de otro, sin llegar
Silvina Ocampo

LOS ÁNGELES

El otoño comenzaba a dar sus primeras señales en el hemisferio norte cuando mi vuelo aterrizó en la ciudad, a las 10:05. Atravesé Migraciones sin problemas, mostrando mi visa de estudiante, y rescaté mi equipaje en una de las decenas de cintas transportadoras. Solo me quedaba buscar un lugar para esperar durante las cuatro horas que faltaban hasta la llegada de M.

Empujando el carrito con una valija azul inmensa, voy en dirección a un policía del lado de afuera del hall: estoy esperando a una persona que llega en el vuelo 3455 de American Airlines. ¿Dónde hay un café? No hay nada por aquí, responde el hombre sonriendo. ¿Y asientos? Tampoco. Puede usar uno de esos para discapacitados, sugiere, pero tendrá que levantarse si alguien lo pide. That’s the deal? Sigo con el carrito por la zona externa del hall, esquivando con dificultad a los otros recién llegados, y encuentro finalmente unos asientos en la terminal siguiente, donde me echo y observo a mis vecinos hasta quedarme dormida: dos jóvenes orientales que conversan animadamente en su lengua, un joven, echado como yo, aferrado a su bolso, dos negros altos, de pie, con las piernas bien abiertas, sosteniendo carteles con nombres de pasajeros.

No logro entender la voz que sale de los altavoces. ¿Es inglés?

Cuando despierto, el vuelo de M ya desembarcó. Lo busco inútilmente. Los corredores están llenos. Las personas van y vienen, chocando unas con otras, intentando ubicar su cinta para tomar lo que es suyo y dejar lo más rápido posible ese aeropuerto que se empeña en expulsarlas. Afuera, las filas de taxis y camionetas son extensas. No lo veo en ninguna de ellas. Nada de eso estaría sucediendo si hubiéramos viajado juntos en el mismo vuelo, pienso, y anticipo las recriminaciones mutuas: él, por mi precipitación en comprar el pasaje sin saber siquiera si íbamos a viajar; yo, porque dejó para último momento la compra del pasaje. Regreso con el carrito a mi terminal con la esperanza de que M me haya ido a buscar allí guiado por el número que garabateé antes de la partida. Me cruzo con el guarda de mi llegada, que me mira pero no me reconoce. No puedo creer que ya estemos perdidos sin salir del aeropuerto. No quiero creer: si me dejo llevar veré retrospectivamente la conexión entre muchas señales antes invisibles, que indicaban lo que solo ahora, sola en la ciudad, soy capaz de entender. La decisión de venir en vuelos separados me parecerá un primer paso en falso. Peor todavía, el hecho de que no hubiera dos lugares en el mismo vuelo se mostrará como un signo que no logré identificar, pero que ponía en duda el sentido mismo del viaje. Lo repentino de un recuerdo paraliza mis pensamientos: habíamos quedado en encontrarnos en la agencia de alquiler de autos. Cuando llego allí está él, tomando un café y leyendo el Los Angeles Times.

Al oír mi voz, M baja el diario y sonríe. Luego lo deja en el piso, se levanta, viene hacia mí y me abraza como si intuyera nuestro desencuentro, que no menciono para no desaprovechar la posibilidad de un nuevo comienzo. Llegamos. Funcionó. En breve estaremos atravesando la ciudad. Lo que veremos será muy semejante a un escenario donde los límites entre realidad y ficción se deshacen. La imaginación en este caso no habrá trabajado sola, por ello esa sensación de que todo ya fue visto en algún otro lugar fuera de aquí. Manejando lentamente el auto blanco que alquilamos, inmenso pese a ser el más barato que ofrecían, también M parecerá haber salido de un film, con una sonrisa de quien está pensando algo inconfesable. Una sonrisa que lo distanciará de mí y me hará abrir la ventanilla para entregarme al paisaje transparente que la ciudad me ofrece, seduciéndome con una familiaridad simulada, de casas bajas y palmeras, locales y marcas conocidas, de extensas avenidas bajo un cielo perfectamente azul. Dejaré que me seduzca con su geometría cinematográfica, abandonando la impresión perturbadora del aeropuerto por una sensación de

reconocimiento que en ese instante me habrá de reconfortar.

¿Vos querías realmente estar aquí?

En la TV del cuarto que alquilamos en el centro de la ciudad, decenas de canales de ventas ofrecen cosas inútiles. Decenas de canales de noticias, todos hablando de lo mismo, del mismo modo: la guerra de Irak, nuestros muertos en Irak, cómo salir de Irak. El enfoque parece irreal. Irak War titila en la pantalla como el cartel de un nuevo estreno. Luego una especie de tráiler, igual en todos los canales, con las mismas imágenes pegadas a las mismas frases. Cuando apago el aparato estoy exhausta pero no puedo cerrar los ojos.

En la primera semana recorremos diariamente Wilshire Boulevard, que va de Downtown hasta el mar, pasando por Westwood, en donde se encuentra la universidad. Kilómetros de una avenida

que, al regresar sobre todo, parece interminable. Pasamos todo el día en estado de nomadismo, de la universidad a algún departamento anunciado en internet, después a un bar, de nuevo a la universidad, después al banco para intentar abrir una cuenta, otro departamento, pero nada habitable por el precio que podemos pagar.

Un viejo nos recibe en la puerta de un edificio de tres pisos que parece una casa, con un pequeño jardín en la entrada que, aunque descuidado, promete un interior acogedor. Seguimos al hombre hasta una puerta en el fondo de un pasillo que da a un cuadrado oscuro, con una ventana alta en la pared del lado derecho; del lado izquierdo, otra puerta, la del baño; en el fondo, una mesada con una pileta y una cocina portátil con dos hornallas. El contraste con la luminosidad externa vuelve

el ambiente todavía más sombrío. Agradecemos al hombre y salimos con la cabeza gacha.

Hablamos poco, pero estamos unidos en la búsqueda y en la decisión de no rendirnos al desánimo. M dice cosas como “es así”. En otros momentos, soy yo quien hago algún comentario alentador que nos da una energía adicional para continuar buscando, subiendo y bajando las escaleras del campus, desorientados todavía, sin saber si la disposición de nuestras tareas dará algún beneficio ese día. Volvemos al cuarto exhaustos, después de más de una hora de una lenta travesía por la

avenida que corta la ciudad. Solo algunos meses después, andando en el auto de algún amigo, comenzaremos a entender que en Los Ángeles las avenidas no son exactamente vías de transporte; para moverse existen las freeways, que conforman un mapa sobrepuesto a la ciudad, un mapa propio con sus entradas y salidas que guardan una relación solo tangencial con el diseño cuadriculado, sobrevivencia de una ciudad en que las veredas todavía tenían algún sentido.

¿Downtown?, un conocido de Brasil pregunta cuando hablamos por teléfono, voy ahora mismo a buscarlos. El rescate nunca llega.

En nuestro primer paseo turístico por las movidas calles de Santa Monica, muy cerca de la playa, entramos en una librería de la 2nd Street, un lugar cálido, curiosamente aislado del bullicio circulante , como si estuviese allí desde antes, en un tiempo en que no había tantos locales, tantos peatones, tanto movimiento, y esa anterioridad le permitiese mantenerse aparte; mantener, por ejemplo, sus proporciones mucho menores que los locales de las grandes cadenas de librerías, con solo un piso y pocas secciones. Fue en la de Critical Theory que encontré una edición paperback de Calle de mano única, un libro de tapa verde claro, con una introducción de veinte páginas de Susan Sontag, que cargué indecisa durante la media hora que pasamos allí hasta convencerme de que realmente lo quería.

M salió con una breve compilación de Wallace Stevens. Al llegar al cuarto puse el libro sobre la cama, pero no lo abrí esa noche, pensando que no era exactamente lo que debía leer en ese momento. Debía, en lugar de eso, ir pronto a la biblioteca y comenzar mi investigación metódicamente, idea que me producía una angustia difusa ligada a otros proyectos que no se habían realizado. El libro de Benjamin, en cambio, con numerosos subtítulos seguidos de pequeños fragmentos de una o dos páginas, me reconfortaba con la posibilidad de otros métodos.

Si dependiera de Los Ángeles, nuestro inglés permanecería eternamente como lo que es: una lengua básica, latinizada, de pasaje.

Constato que si no tengo un espacio que sea mío del lado de afuera, mis pensamientos no me pertenecen. Un fin de semana más y no hay perspectivas de encontrar un departamento en los próximos días. Mi mente continuará flotando en su propia confusión sin poder concentrarse en ninguna de las lecturas que le propuse después de una primera ida a la biblioteca. Ya agotamos los anuncios con llamadas desalentadoras y visitas inútiles. Las largas idas y vueltas de la universidad se convirtieron en una silenciosa tortura. Somos masacrados diariamente por la ciudad que nos hace pagar nuestro desconocimiento con un viaje lento y fastidioso. Mi único contacto con ella es a través de la ventana del auto, una pequeña pantalla particular, en movimiento. Acompaño una larga secuencia en la cual la ciudad exhibe su aparente monotonía –una única vereda de un extremo a otro. Supuestamente, cualquiera podría circular en cualquier lugar, pero no: existen los peatones de Wilshire y Beverly Drive, los peatones de Wilshire y Fairfax, los de Wilshire y La Brea, los de Wilshire y Western. A medida que nos vamos acercando al Downtown, todo se vuelve menos homogéneo: negros, orientales, árabes, los edificios nuevos y los antiguos, mal preservados, las tiendas de departamento y el museo, terrenos baldíos, bicicletas y autos. De una punta a otra de la avenida las diferencias son evidentes, pero todo se desarrolla con naturalidad, como una cosa que lleva necesariamente a la otra.

Cada vez que llegan al cuarto piensa que sería imposible hacer eso sin él. ¿Cómo encarar el ambiente claustrofóbico, con viejas cortinas de estampas floridas y una cama de una plaza y media ocupando, ella sola, el centro del rectángulo alfombrado? Aún antes de las nueve de la noche ya están apretados sobre la cama. Se acuerda de cuando era chica y a veces pasaba toda la tarde sin levantarse, resguardada del mundo en un espacio solo suyo, capaz de metamorfosearse infinitamente. Se pregunta si habrá perdido la habilidad de soportar el aislamiento, pero admite que ya en aquella época aislarse solo era posible porque a lo lejos se oía el ruido de la vajilla en la cocina o una sombra bajo la puerta del cuarto denunciaba a alguien en el pasillo.

A veces él se queda despierto hasta más tarde. No sabe en qué ocupa el tiempo, pero nada la conforta más que suponer que su mirada, de vez en cuando, se detiene sobre ella mientras está durmiendo. ¿Cuánto de ese sentimiento es recíproco, cuánto él la necesita? ¿Él podría hacer eso solo? No pregunta. Obedece cuando él pide que se saque la ropa mientras él hace lo mismo. Debajo de las sábanas son dos cuerpos desnudos y el mundo se vuelve minúsculo. Después del sexo, él la abraza con todo su cuerpo, como si quisiera guardarla dentro de sí. Y de repente se levanta con una excusa cualquiera, rompiendo la escena con un distanciamiento forzado.

¿Nuestro viaje será otra versión del sueño americano?

La desconexión prevalece. Escribo mails a amigos contando acontecimientos, pero todo suena falso. Detrás de cada frase hay una pregunta que yo misma no logro responder. Un signo de interrogación al final de cada una sería lo más apropiado; o un dibujo abstracto: una línea recta que en algún momento se transforma en un espiral hasta formar el dibujo de dos letras al revés.

Soñás que recién llegás a Los Ángeles. Es mediodía y andás por las calles alrededor del hotel, cerca de lo que llaman Financial District. Sin darte cuenta atravesaste varias cuadras y ahora estás entre los rascacielos del centro financiero. Aun siendo el horario de almuerzo, las veredas están prácticamente desiertas. Te sentís parte de un escenario futurista. En cualquier momento podrá surgir entre los edificios un auto volador. Exactamente, un auto volador, un auto volador azul metálico, del tamaño de un escarabajo y también un poco redondeado, como ese que sobrevuela ahora sobre tu cabeza. No te asustás, pero pensás que es increíble que no se haya chocado contra

ninguno de los edificios. Apenas formulaste ese pensamiento ves que adelante hay una inmensa torre de humo negro, causada probablemente por el choque del vehículo. Sorprendentemente el edificio alcanzado no se derrumba, apenas se inclina un poco hacia la izquierda, dejando ver detrás de él otra zona de la ciudad que no sabías que existía, con letreros en alguna lengua oriental.

Here’s the deal: Los Angeles is not an easy place to grasp. It doesn’t feel like any city you’ve ever known. It’s vast and amorphous, with no clearly defined center. But the key to understanding –and appreciating– the place is to throw out the notion that it’s a city at all”. Estaba en la primera página de la guía. ¿Cómo no lo vi?

Comencé la lectura de Calle de mano única sin saltearme la introducción de Susan Sontag. Después de algunos parágrafos que describen fotos de Benjamin desde fines de los años 20 hasta fines de los años 30, afirma: “He was what the French called un triste”. Quedo atrapada.

La frase breve, los dos idiomas, la promesa de un texto más subjetivo que crítico, o mejor, un texto en que subjetividad y crítica son una misma cosa porque se entiende que la vida y el trabajo son una misma cosa. Ella habla sobre eso más adelante, al referirse a la obsesión de Benjamin por trabajar sin parar, inmerso totalmente en lo que hace. Menciona los innumerables cuadernos, cartas, diarios. Todo se vuelve escritura, hasta los sueños, una escritura capaz de condensar la experiencia.

 

Paloma Vidal nació en Buenos Aires en 1975 y vive en Brasil desde los dos años. Publicó, entre otros, los libros de cuentos A duas mãos (2003), Mais ao sul (2008; traducido al español) y Dupla exposição (2016, con imágenes de Elisa Pessoa); las novelas Algum lugar (2009) y Mar azul (2012; traducida al español y al francés); y los poemarios Durante (2015) y Dois (2015). Es traductora y profesora de Teoría Literaria en la Universidad Federal de São Paulo. Desde 2003 edita la revista Grumo (www.salagrumo.com). Mantiene el blog “Lugares onde eu não estou” (www.escritosgeograficos.blogspot.com).

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.