La editorial Casimiro, una de esas pequeñas e insoslayables referencias para el lector atento, publica los Escritos flamencos de García Lorca en castellano y una selección de los mismos en francés. Y tiene el generoso gesto de compartir con los lectores de penúltiMa la introducción de la edición en francés en castellano, para los interesados la edición en castellano, además de una selección más amplia de los textos lorquianos cuenta con una introducción más extensa y llena de referencias que, como todo el trabajo de edición, ha caído en manos de uno de los grandes expertos en el flamenco que tenemos hoy, Carlos García Simón, que huye, como siempre, de la superficialidad de la anécdota para buscar las raíces e implicaciones de las producciones culturales. Aquí se lo dejamos para que lo masquen a lo largo del fin de semana y corran a la librería de confiianza a hacerse con el libro entero.
García Lorca es la pieza simbólica clave que sujeta el endeble castillo de naipes ideológico de la intelectualidad española. También es su piedra de toque. Su alabanza ha sido ubicua y sistemática desde el mismo momento de su muerte: José Antonio Primo de Rivera lo consideraba el “poeta de la falange”; Antonio Machado escribió, también al poco, el poema “El crimen fue en Granada”; el Frente Popular lo reivindicó como afín y Rafael Alberti como camarada; incluso el mismo Francisco Franco se vio obligado a tomar posición declarando en ABC: “No hemos fusilado a ningún poeta”.
Los motivos de su muerte han centrado una desproporcionada atención, también sus posicionamientos públicos y sus amistades, como si, clarificando el sentido de ambos, se pudiera clarificar la legitimidad de su herencia.
Con respecto a su muerte, entre muchos otros, Ian Gibson, Molina Fajardo, Vila-San-Juan o, recientemente (y con un argumentario más sólido y consistente que todos los anteriores), Manuel Ayllón, la han achacado a causas tan dispares como sus posicionamientos políticos, sus tendencias sexuales, a desafortunados azares o a rencillas locales y personales. En lo tocante a las manifestaciones personales, por su parte, el trabajo ha ido de un solo lado, sobredimensionando cualquier contacto con izquierdistas y minusvalorando sus múltiples vínculos con nacionalcatólicos y falangistas.
Entre todos estos kilómetros y kilogramos de literatura, y con honrosas pero casi inexistentes excepciones, como la de José Antonio Fortes, un flanco ha quedado ocultado, significativa y evidentemente ocultado: el de sus propios textos.
Una lectura no especialmente atenta de su obra, escrita desde 1921 hasta su muerte, muestra con bastante claridad —por más que a lo largo de esos 15 años fuera evolucionando— una evidente y congruente ideología incompatible con lo que cualquiera puede considerar un pensamiento socialista: abierto irracionalista, amante de la construcción mitológica, idealista, religioso, fisiócrata, racista, misógino y defensor de un nacionalismo fundado en la tierra y la sangre… Sin embargo, lo peculiar del ideario de Lorca es que, pese a la evidencia de sus textos, no deja de estar considerado por la más abrumadora mayoría un autor “de izquierdas”.
El caso merece atención: la construcción hagiográfica de la figura de García Lorca ha permeado en sus libros haciendo que argumentos que en cualquier otra situación se considerarían claramente reaccionarios pasen a ser considerados como de izquierda, incluso socialistas o, en el caso más sangrante, comunistas. El problema ya no es que esto ocurriera en la experiencia singular de la lectura de Lorca, sino que esa lectura ha desbordado los libros haciendo que ese argumentario mitologizante e irracionalista que contiene salga afuera pasando, entonces, a ser considerado un argumentario “progresista”.
Un flujo de ida y vuelta que se ha promocionado sin fisuras por la intelectualidad española, que lo ha utilizado a modo de camuflaje de sus propias ideologías, que tras pasar por ese tamiz puede declararse socialista sin ruborizarse al tiempo que mostrar abierta animadversión por conceptos como materialismo histórico, lucha de clases, economía política o movimiento obrero. Acabar con Lorca, con ese mito tan tenazmente construido, mostrando el posicionamiento ideológico de sus textos, sería, por tanto, acabar con esa intelectualidad, que se ampara en Lorca como faro y piedra angular de ese otro mito mayor que iguala republicanismo a izquierdismo.
Es en sus textos sobre flamenco, dominantes todavía a pesar de todo y resistentes a desaparecer, donde lo anterior se muestra con más claridad que en ninguna otra parte.
De La función salvífica del cante jondo
En alguien que muere con 38 años no hay interés tardío. Sin embargo, digamos que el de Lorca por el flamenco podría ser algo relativamente parecido. Indudablemente tuvo que tener contacto con él a lo largo de toda su vida en tanto miembro de una familia de la élite económica granadina, pero no es hasta comienzos de los años 20 cuando su interés comienza a ser sistemático. Es hacia esa época cuando, en una carta dirigida al crítico musical Adolfo Salazar (personaje fundamental en las ideas musicales de Lorca), escribe, en carta del 2 de agosto de 1921: “Además (¿no sabes?) estoy aprendiendo a tocar la guitarra; me parece que lo flamenco es una de las creaciones más gigantescas del pueblo español. Acompaño ya fandangos, peteneras y er cante de los gitanos, tarantas, bulerías y ramonas [sic]”. Fue también por ese tiempo cuando Manuel de Falla y Miguel Cerón comenzaron a idear lo que en junio de 1922 sería el I Concurso de Cante Jondo de Granada que, si bien en absoluto fue el primer concurso flamenco, sí que fue (y es, hasta la fecha) el más relevante de la historia.
Aunque García Lorca no estuviera en el grupo ideador del concurso, aceptó las premisas ideológicas de sus promotores hasta el punto de hacerlas propias. De hecho, es al hilo del concurso que escribe su primer texto sobre flamenco, la conferencia “Importancia histórica y artística del primitivo cante andaluz llamado cante jondo”. La conferencia se dictó en el Centro Artístico, Literario y Científico de Granada (institución que amparó la convocatoria del concurso), como acto de promoción del concurso y dentro de una campaña “En favor de la Rusia hambrienta” que, en general, se estaba llevando a cabo por toda España en esos tiempos debido a las informaciones que habían llegado sobre la antropofagia a la estaba llevando “la locura revolucionaria” bolchevique, en la que se realizaron colectas (el mismo Lorca donó 5 pesetas), exposiciones y otros actos, como la citada conferencia. En ella, García Lorca hace un uso extensivo de las ideas de Falla, en muchos casos citándole, en otros no.
La idea motriz del concurso era precisa: regenerar las bases de un tejido artístico, el del flamenco, que consideraban corrompido por su amalgama con otros discursos musicales de dudosa catadura moral. El argumento que han mantenido los estudiosos del concurso sin excepción hasta la fecha es que la intención de sus promotores era salvar el flamenco de su extinción. Así lo parece cuando se leen tanto los dos “programas” más extendidos que se publicaron (la citada conferencia de Lorca y un largo texto de Manuel de Falla llamado “La proposición del cante jondo”) como los innumerables comentarios y glosas que salieron en toda la prensa nacional a lo largo de esos meses. Sin embargo, la lectura completa de todos los documentos en conjunto, en su mayor parte ignorados, permite ver que eran bien conscientes de que el flamenco no estaba en peligro de extinción, que se vivía una época de grandes nombres, sabían que ese no era el problema, que no se trataba de “conservar el cante”. Eran tan conscientes de que la fonografía ya había hecho ese trabajo que, en la efímera escuela que se abrió con vistas a preparar para el concurso a jóvenes participantes, se contaba con “un excelente gramófono y una rica colección de discos del clásico cante”, según relata el periódico El Defensor de Granada del 11 de mayo de 1922.
El problema era el fundamento: el cante podría estar salvado en las placas y las voces de los grandes cantaores actuales, pero la raíz que daba origen y sentido a los mismos estaba en peligro. Es decir, no era un problema musical sino un problema político; lo que, para la pequeña burguesía que impulsó el concurso, era como decir un problema moral.
El flamenco surgió como género casi en paralelo a la Revolución de 1868: los primeros libros que se escribieron sobre flamenco aparecieron en 1881, todos desde el entorno de la Institución Libre de Enseñanza, creada en 1876 y que, en más de un aspecto, funcionaba como brazo cultural de aquella peculiar revolución burguesa.
La idea predominante en los libros entonces publicados era que la legitimidad del flamenco provenía, precisamente, del pueblo, entendido en su sentido nacional, es decir, idealista. La existencia de un folclore era fundamento de derecho para esta clase social. Así, el flamenco se convirtió, a finales del XIX, en la gran esperanza blanca que habría de servir de palo tutor a las degeneraciones morales que la patria estaba sufriendo, degeneraciones que los tipos del “cacique” y el “oligarca” representaban arquetípicamente, una contraposición entre los puros y los corrompidos, como sustitución de la lucha de clases.
Son estos los presupuestos bajo los que se organiza el concurso de 1922: la sensación de una patria en peligro cuyo fundamento está siendo socavado. Era un tiempo de crisis, donde parecía que la respuesta a los problemas nacionales era más nación, una profundización en sus fundamentos, es decir, en el pueblo, y, si la música permitía, un acceso no mediado —«ingenuo y libre»— a este, como manifestaban Falla y su entorno, pues la música popular sería una poderosa herramienta.
El compromiso del concurso contra el “alarde de descocada inmoralidad”, la “indisciplina social”, la “impune propaganda comunista”, la “impiedad e incultura” resulta evidente en el texto de Lorca.
La importancia del cante jondo
El texto de Lorca carece de ideas e incluso de imágenes propias. Con respecto a las ideas es muy vicario de las de Manuel de Falla y su entorno, abiertamente conservador, incluso tradicionalista en muchos de sus eslabones. Con respecto al imaginario, por su parte, está, también abiertamente, tomado del libro de Núñez de Prado, Cantaores andaluces, de cuya órbita simbólica nunca se desprendió a lo largo de su evolución.
El grueso central del texto, una pretendida genealogía del cante jondo basada en Felipe Pedrell (maestro, a su vez, de Manuel de Falla) está trufado de ideas que se encuentran textualmente en Falla. Aunque la idea de crear un arte patriótico es explícita, como hemos visto, quizá la que más éxito ha tenido es la que configura lo que podríamos llamar una “historia natural del flamenco”, de la que ha llegado a ser su principal paradigma. Efectivamente, las metáforas de Lorca sobre el cante jondo frente al degenerado flamenco tienen que ver con lo natural: “El cante jondo se acerca al trino del pájaro, al canto del gallo y a las musas naturales del bosque y de la fuente” o “El andaluz, con su profundo sentido espiritual, entrega a la naturaleza todo su tesoro íntimo con la completa seguridad de que será escuchado”. Al fin, esa incardinación con lo natural se vuelve marca de resignación: “Nuestro pueblo pone los brazos en cruz mirando a las estrellas y espera inútilmente la seña salvadora”, pero también —como se transluce en la construcción literaria de la moral de la pequeña burguesía desde Pérez Galdós y Zola— marca de nobleza desde la que construir cimientos patrióticos. “Una música natural, una música nacional”, escribe Lorca.
El imaginario de la conferencia de 1922 de García Lorca es muy claro: la noche, la negrura, el dolor, la pena, los muertos… Es un imaginario anclado en lo truculento, en una especie de romanticismo siniestro heredero directo de Cantaores andaluces, obra de Guillermo Núñez de Prado, publicada en 1904. El propósito de todos los libros escritos por Núñez –que dedicó al flamenco sólo el mencionado- era la de épater le bourgeois: infundirle cierto miedo controlado sobre los eventos y personajes extremos de su época, mezclando en el mismo saco a fantasmas, asesinos, secuestradores de niños, revolucionarios y… ¡flamencos! Tipos desviados todos. Esa desviación social atribuida al flamenco es la que despierta el interés de Núñez de Prado.
Efectivamente, en todos y cada uno de los capítulos de su libro sobre el cante, los aspectos más truculentos se sacan a la luz: la sexualidad heterodoxa, la sentimentalidad desbordada, el futuro matar sin saber por qué lorquiano, la supuesta animalidad del cantaor.
Un imaginario que Lorca calca.
También es significativo que Núñez de Prado no utilizara el término flamenco, sino que hablara, en todo momento, de ‘cante jondo’. La jondura es, para Núñez de Prado, un concepto que, consustanciando cantaor y cante, apela a ese fondo insondable y siniestro —de tierra y sangre— supuestamente propio del mundo flamenco que después tendrá tanto predicamento. Sus novelas de fantasmas no son distintas de sus relatos de flamencos, donde la piedad y la superioridad moral se mezclan con lo amenazante y lo siniestro.
Arquitectura del cante jondo
El primer texto en el que encontramos ideas de alguna manera propias de Lorca —o más que ideas, metáforas— es en una conferencia leída entre 1930 y 1934 llamada Arquitectura del cante jondo. Aunque en parte construida a partir de la de 1922, con la que comparte largos fragmentos, en ella encontramos conceptos que han dejado tanta huella como los “sonidos negros”, el “ruiseñor sin ojos” o el “duende”.
Esta idea del duende es en gran medida deudora de las reflexiones de Manuel de Falla el cual, en diciembre de 1920, Falla publica un artículo absolutamente clave para entender su poética compositiva, “Claude Debussy y España”. donde plantea que la tarea del artista, que por sus vuelos intelectuales inherentes está despegado de la tierra, es la de desvelar la verdad que se encuentra en el terruño. El cantaor, como individuo auténtico, es decir, pegado a la tierra, ofrece la materia prima de calidad (el diamante en bruto), pero también, como pegado a la tierra, es incapaz de dar razón de sí, de comprenderse y artistizarse. Es el artista, el músico —más elevado— el que ha de hacerlo. El artista como especie de labrador de la patria, capaz de captar y evocar España. Propone Falla alejarse del folclore para poder abrazarlo más íntimamente y poder darle la fuerza suficiente como para representar a la nación.
Lorca vivió ese “giro” de la música de Falla muy de cerca y, a su modo, lo interiorizó. Él también andaba huyendo del motivo, de lo particular. Para ir a la esencia, aunque a diferencia de Falla, Lorca reivindica el irracionalismo poético, la inspiración, el abrazo de la fe y cierto rechazo de la lógica y de la realidad. Así, ya no es el objeto –el flamenco- el fundamento y sí el intérprete, el sujeto, el que genere savia nacional.
El duende, para Lorca, no es otra cosa que “el espíritu de la Tierra”, del terruño, que se transmite al cuerpo a través de la sangre (“el duende hay que despertarlo en las últimas habitaciones de la sangre”). Aquel que es poseído por el duende es capaz de hacer que aquello que haga destaque de un modo especial. Evidentemente no se puede explicar racionalmente, su sustrato es mítico, escapa a la razón, etcétera… También es escatológico, “no llega si no ve la posibilidad de muerte”. Páginas antes ya había definido España como “país abierto a la muerte”. La relación del duende con España es, para Lorca, directa y eminente. El duende es, de hecho, una forma española del misterio, corresponde a la sangre “de viejísima cultura y, a la vez, de creación en acto” y tiene en el toreo su máxima expresión.
La insistencia en la sangre, la tierra y los muertos remite a una racialidad que es un puntal vital de la teoría lorquiana del duende. Era el sustrato común de la tierra, no las costumbres, lo que, según Lorca, daba sentido a la unidad política española, expresando así un nacionalismo, que resulta no tanto de un derecho como de un deber, donde el determinismo nacional está ligado a un determinismo racial y que apunta al organicismo como expresión política de la nación.
Una concepción política que por entonces compartían, con sus respectivos matices, personas como Fernando de los Ríos, José Antonio Primo de Rivera o Manuel de Falla, que, siendo “socialista”, fascista y nacionalcatólico, respectivamente, eran todos ellos furibundos anticapitalistas, si bien cada uno por razones distintas; también furibundos anticomunistas y antimarxistas (en este caso, por razones similares). García Lorca no era un teórico, nunca tuvo intención de serlo (más bien lo contrario, teniendo en cuenta su apología de la inspiración) ni realizó jamás un esfuerzo sistemático. Es por ello que en sus textos se puede encontrar esa amalgama informe entre el socialismo humanista, el falangismo, el nacionalcatolicismo y el tradicionalismo a través de un organicismo, eso sí, siempre nacionalista, que encuentra en su imaginario pegado al terruño y en su idea del duende, dos metáforas funcionales.
Carlos García Simón (Albacete, 1980) fue licenciado en Filosofía y ahora trabaja en una librería de usado de Madrid. Eventualmente, a lo largo de los años, ha maquetado, editado, redactado, hablado, corregido, vendido, peritado auditado y editado en diversos lugares. Hoy es uno de los factotum de Libros corrientes, entre otras cosas.
exactamente un individuo,
por Rubén J. Triguero
nueva columna de Martín Cerda
adelanto del nuevo libro de
Javier Payeras
Antología de cosas pasajeras
por Javier Payeras
de Henry David Thoreau,
leído por Rubén J. Triguero