Para presentarse al mundo, Herta Müller metió su vida, y buena parte del siglo XX, en un pañuelo. En el discurso de aceptación del Nobel, utilizando un pañuelo como hilo conductor, la escritora habló de su tío nazi, de los campos de trabajos forzados en Ucrania o del día a día durante la dictadura de Ceaușescu. Rebeca García Nieto siempre quiso saber qué había en realidad dentro de ese pañuelo con el que la escritora había envuelto tan cuidadosamente su vida. Y al desenvolverlo aparecieron todavía más cosas: un grupo de activistas literarios que pretendían cambiar la realidad con sus poemas, unos cuantos escritores decididos a espiarlos –tal vez por celos literarios–, un marido del que nada se sabía y, sobre todo, muchas personas ofendidas por lo que Müller había escrito. Parece mentira que pueda caber tanto en un pañuelo, en una vida. Gracias a la cortesía de la editorial, Zut, ofrecemos este adelanto de la biografía novelada de Herta Müller que llega ya mismo a las librerías dentro de la colección «Vidas Térmicas».

 

“La novela del siglo XIX sigue viva. Hoy se llama «biografía»
Su naturaleza es de magnitud dostoievskiana”.
Cynthia Ozick

DESDE QUE ERA NIÑA TIENE CLARO que las oraciones no son ningún consuelo. En los demás ejercen un efecto ansiolítico; a ella la ponen de los nervios. La abuela solía cantarle «antes de echarme a dormir, oh, Señor, alzo mi corazón hacia ti»[1], pero, en vez de quedarse dormida, ella se ponía a darle vueltas y vueltas a la frase: para llegar hasta Dios, el corazón tendría que subírsele a la cabeza. Después tendría que atravesar el pelo… y luego el techo. Si se va el corazón, no se irá solo, ella misma se elevará con él… ¿Cómo podía calmar eso a nadie? Parecía una historia de esas que se cuentan a los niños para que no se porten mal.

También le preocupaba que la abuela se detuviera en mitad de la oración. En cuanto pensaba que se había dormido, de golpe y porrazo, dejaba de rezar. ¿Qué pensaría el buen dios de que lo dejaran a medias? Eso no podía ser bueno. Había oído en la iglesia que Dios nos ha creado, que nos ha dado la vida, y hay muchas cosas que no sabe, pero si algo tiene claro es que, más pronto que tarde, el Señor querrá recuperar el material del que nos ha hecho. Seguramente va a utilizarlo después para crear a otros. En el campo ha sido testigo de este proceso de reciclaje una y otra vez. Nunca se detiene.

La poesía, en cambio, tiene en ella un efecto balsámico. Cuando tiene que enfrentarse a algo que teme, recita versos para sus adentros. Mueve los labios, como si rezara. Por eso esta mañana, de camino al trabajo, repite en su interior: Menta menta/ yamgoyó/ spectro. Menta menta/ yamgoyó/ spectro. Menta menta… yamgoyó spectroyamgoyó spectro. Que le recuerda a “aquí estoy otra vez frotando menta”, una expresión rumana que significa “matar el tiempo” o hacer como que se hace algo cuando no es así[2], justamente lo que, de un tiempo a esa parte, hace ella en la fábrica –a veces diría que el poema está escrito solo para ella–. Ha conseguido acompasar sus pasos al ritmo de estos versos de Oskar Pastior, un poeta rumano que vive exiliado en Alemania desde 1968. Le pasa igual con los poemas de Theodor Kramer. Solo así, respirando a través del poema de otro, puede seguir adelante.

Como todos los días, entra a la oficina a las seis y media. Lo de menos son las ocho horas que tiene por delante. O los himnos que entona el altavoz para motivar a los trabajadores: Hoy el Partido nos une/ y en la tierra rumana/ el comunismo se construye con el entusiasmo de los trabajadores… A todo se acostumbra una. Lleva trabajando en Tehnometal, una fábrica de maquinaria, desde 1977. Su trabajo consiste en traducir al rumano las instrucciones de montaje y mantenimiento de las máquinas importadas de la RDA, Austria o Suiza. Por suerte, también en la oficina cuenta con la ayuda de Pastior. En el cajón tiene escondido un ejemplar de El abanico gótico de Crimea, de donde está extraído el poema de la menta. Unos amigos lo han traído de Occidente bajo cuerda. Si alguien le contase que en el futuro escribirá un libro con Pastior, pensaría que se ha vuelto loco de remate. Por ahora no es más que una traductora de libros de instrucciones que encuentra alivio en algunos poemas ajenos.

Y no es la única. A los obreros de la fábrica, esos que empiezan a beber aguardiente desde primera hora de la mañana para soportar el frío, no les interesa demasiado la literatura. Sin embargo, tienen sus poemas favoritos… y no son para nada malos. El miedo ha hecho que en todos los países del Este de Europa la gente recurra a la poesía como nunca antes. Si en el pasado conectaba únicamente con un grupo de lectores muy minoritario –las élites intelectuales, en palabras de Ana Blandiana–, ahora personas de toda clase y condición sienten que los poemas les hablan de tú a tú. Los versos parecen conocer su dolor y a la vez les proporcionan cierto alivio, no sabrían decir exactamente por qué. Tal vez los obreros lectores intuyan en ellos ese resquicio de libertad, esa rebeldía, que tanto necesitan. Para muchos rumanos, esos poemas son el único espacio libre que pueden permitirse.

En cierto modo, la poesía se ha convertido en una religión. El gran Pierre Michon contaba que cuando su madre estaba agonizando no rezó el Padrenuestro o el Avemaría, sino que, de forma instintiva, se puso a recitar La balada de los ahorcados, de François Villon. Para los que no creen en Dios, los poemas son el equivalente de los rezos.

Además de ser indispensable para el pueblo, la poesía se ha convertido en el género más practicado por los escritores rumanos. Ana Blandiana, Mircea Cărtărescu o Herta Müller empezaron escribiendo poemas. Durante sus años de universidad, Cărtărescu era un habitual del Cenaclul de Luni (el Círculo de los Lunes), un grupo de escritores de Bucarest reunidos en torno al crítico Nicolae Manolescu.

La poesía transcurre entre líneas, en el terreno de lo implícito, el único territorio que la censura no ha logrado colonizar del todo. La historia de la literatura rumana puede verse como una batalla entre los escritores y los censores por la conquista de esa tierra intermedia que marcha en paralelo a la realidad. Los escritores tratan de ampliar los dominios del Reino de la Literatura verso a verso; los censores, de reducirlo golpe a golpe. A juzgar por los grandes nombres que han dado las letras rumanas de esos años –Blandiana, Cărtărescu o la propia Herta–, podemos afirmar sin ruborizarnos que la batalla por el espacio entre líneas la ganó la Literatura.

[1] Müller H. El rey se inclina y mata, p. 13.

[2] Müller H. Siempre la misma nieve y siempre el mismo tío, p. 146.

Rebeca García Nieto (Medina del Campo, 1977). Es doctora en Psicología y especialista en Psicología Clí- nica. Es autora de las novelas Historia de una mirada , Eric, Las siete vidas del cangrejo y Los que callan. Historia de una mirada fue finalista del 58o Premio Ateneo Ciudad de Valladolid y seleccionada en el Festival du Premier Roman 2013 (Chambéry, Francia). Eric fue finalista del Premio Azorín en 2012 y del Premio Herralde de Novela 2013. Es colaboradora habitual de Jot Down, Quimera y Letras Libres. Ha traducido a escritores como William H. Gass o Elizabeth Hardwick.