A mediados de la década de los años noventa Sergio Chejfec fue invitado a una residencia de escritores. Fruto de esa estancia, Cinco se publicó, traducido al francés y en castellano en una pequeña editorial porteña. Pasado el tiempo, Chejfec retomó aquel texto, refundiéndolo e, importantísimo, añadiéndole una extensa nota que duplica la extensión del libro que ahora se llama 5. El mismo Chejfec explica esta traslación:
Este libro resulta de un deseo simple e incumplido. Durante bastante tiempo quise volver a un relato de los años 90, escrito en circunstancias que entonces me parecieron únicas. Es más, pensé que había sido escrito con la única intención de reescribirlo cuando me lo propusiera. Pero con el paso del tiempo el original se fue tornando definitivo, cristalizado en su circunstancia. Así se perdió una oportunidad de quién sabe qué. Al cabo decidí tomar Cinco como lo que había sido en el principio: una ficción devocional, ofrendada a unos pocos y admirados títulos. A la pregunta improbable acerca de lo que se puede hacer a partir de una ficción, añadí la respuesta: proponer una explicación. Una explicación que no explique, sino que subraye los puntos de una historia inconclusa, a la manera de un bordado incompleto. Un relato no menos ficticio, pero instalado en esa zona oculta, o movediza, que es la intervención explicativa.
De ahí el deslizamiento de Cinco a 5. El número busca indicar aquello apenas aludido por medio de las letras. No se trata de la búsqueda de lo cierto, sino de una confianza en la explicación como modesta y atenta disposición comunicativa, o sea, como forma paralela a la ficción —en ocasiones muda—.
El viaje, promesa de la travesía, para él no prometía nada. En la primera hoja de un cuaderno liso puso, sin fecha visible, «Hoy ha comenzado el final». Las notas posteriores confirman el comentario, pero si en realidad fuese lo escrito en último término, nada más que al comienzo, sin desmentirlo del todo lo harían aún menos preciso de lo que es. No habrá modo de saberlo. El tono en general es errático, algo contenido pese a bordear la confesión, y resignado pese a tener accesos de irritación. Al leerlo he pensado en alguien que está rodeado de varias personas. Todos siguen la animada conversación, compenetrados. Pero este sujeto ocupa un centro ciego, no lo tienen en cuenta. Pasa un rato de charla y llega un punto en el cual, advertido, opta por callarse, más tarde por apartarse, rato después por irse sin que nadie repare en ello, un hecho para él no sólo evidente sino también decisivo. Hay páginas en las que escribe como si, para seguir con el ejemplo, no se hubiese ido de la manera adecuada; entonces se enfada consigo mismo, siente vergüenza de sí. Quizá por eso recurre al apócrifo, como una manera de enaltecer sin gravedad lo cierto, aquello que de ser expresado libre de camuflaje estaría más cerca de la impostura que de la sinceridad. Por eso mismo todo podría ser una gran mentira, sin embargo hay un fondo de verdad decisivo, si no en lo sustancial por lo menos en lo accesorio.
El menor cambio de tono le parecía impropio, parece haber sido una persona contenida. Tenía una especial preocupación por el clima y —aunque no era bebedor— despreciaba el agua. Tampoco, como se verá, sin ser puritano tenía una buena opinión sobre el sexo, frente al que tendía a retroceder y donde, según su experiencia, sólo veía confusión. (Pero al contrario de otros misterios no lo atraía; al contrario, frente al sexo retrocedía. Allí intuía una zona de riesgo y desastre, su punto débil, una avanzada lejana, larval pero implacable, de la desesperación.)
Nació en un barrio oscuro, sobre una calle inclinada. Cierta noche un auto, estacionado sin freno, comenzó a rodar y se estrelló contra una casa, haciéndola temblar. En su familia recordaron el suceso durante años; siempre algún domingo por la tarde volvía, antes de cambiar la yerba por quinta vez. Las familias son minuciosas para los recuerdos; no les interesa la originalidad de la experiencia, sí la precisión al evocarlos: dónde cada quien estaba parado, las reacciones de asombro o miedo, las caras de susto. Y los recuerdos parecen pautados, en su aparición, por la ronda del mate. Uno se la pasa haciendo el ridículo frente a su familia, escribe, y todos se lo perdonan porque nadie está a salvo. Por otra parte, para eso está la familia. Cuando tenía ocho años plantaron retoños a lo largo de la cuadra, todos erguidos pese a la inclinación, y muchos años después sentiría una impaciencia semejante a la del primer día al no poder discriminar —o por lo menos percibir— señal alguna de crecimiento.
La manzana, junto con las tres cuadras que lo separaban de una plaza, fue su mundo propio. Hubo casas demolidas, otras que se levantaron, grandes establecimientos que cambiaron de uso, etcétera; pero el antiguo hogar, y esto lo escribía con particular orgullo, se mantenía. Era cierto que ignoraba lo ocurrido en el interior, podían haber tirado abajo todas las paredes y levantado otras, pero un razonamiento mínimo lo consolaba, y era la convicción de que aun si tras la entrada quedaba solamente un terreno baldío no le importaba mientras el exterior —la fachada simple y luminosa, gracias al día, que sostenía firme el rastro del recuerdo— se mantuviera. Esto le hizo suponer si los recuerdos en general no precisarán tan solo de su cara exterior, una especie de marca o moneda, como los pequeños escudos colegiales que se prendían sobre la solapa, para mantener su vigencia. Pero estuvo a punto de tachar la idea —lo que significaba borrarla—: era un error pensar en la casa natal como un recuerdo, en realidad ya no era nada que le concerniera, había sido una circunstancia. Aquí escribió, dominado por la asociación, «Emblemas» y después una serie de nombres: Patricia, el niño, María, la argentina.
Se repiten en la hoja siguiente, cada uno en un extremo. En el centro aparece la palabra yo. Parece un esquema equivocado, porque no previó que algunas de las líneas que van de un nombre a otro pasarían por el centro, implicando a ese yo. Quizá asignándoles otro ángulo habría podido evitarlo, pero no lo intentó. Entonces hay líneas que al llegar al centro hacen un rodeo para dejar en claro que no lo atraviesan, con lo cual terminan dibujando un recuadro central presumiblemente no deseado, pero inequívoco. Dos líneas que van en sentido contrario hay entre el niño y María, estableciendo por lo tanto una relación equivalente; son las que dibujan la parte interior del marco alrededor de yo. Entre el niño y la argentina hay una sola línea, pero con flecha en ambos extremos; aquí también hay equivalencia, pero la relación parece ser otra. De la argentina sale una flecha hacia yo, y al mismo tiempo recibe una que proviene de María,
donde a su vez llega otra que salió de Patricia, hacia quien apunta una de yo. El niño lanza una flecha a yo. Y otra a Patricia, pero que se detiene a mitad de camino; lo mismo sucede con la que sale de Patricia hacia el niño, ambas se enfrentan. El mismo choque se produce entre María y yo. Pero lo llamo choque, enfrentamiento, sólo para describir la gráfica. Al choque niño–Patricia llega una línea proveniente de yo, con puntas en ambos extremos. Del enfrentamiento yo–María sale una flecha hacia la argentina. Por último, entre Patricia y la argentina sucede algo curioso, porque dos líneas salidas de la primera tienen como destino a la otra; es difícil que se deba a un error, más bien parece una acusación, una flecha subrayando. De manera que el rectángulo original, la página, termina convertido en seis triángulos, cuatro pequeños y dos grandes. Como el dibujante no se preocupó por diferenciar los trazos, debe suponerse que todas las líneas expresan la misma relación; pero en tal caso las dobles que salen de la argentina representan un problema, porque señalar la misma relación dos veces es redundante.
Durante la primera infancia fue un solitario; más tarde, en el colegio también. Los desconocidos, ajenos a la pequeña comunidad —familia, compañeros, vecinos— que colmaba e incluso excedía cualquier necesidad o aspiración, eran extranjeros absolutos, una amenaza por naturaleza. Aunque todavía fuese incapaz de advertirlo, respecto de la amistad tenía sentimientos contradictorios y erráticos. Y por lo tanto hacia los amigos también. No los amaba especialmente, aunque al estar solo pensaba en ellos, creía extrañarlos, una débil angustia indicaba que le hacían falta; pero en los reencuentros se tornaba hermético, nada de ellos lo atraía, incluso más, hacía esfuerzos por contener su repulsión. Tampoco los entendía —ni le interesaba hacerlo—, así como en general no le importaba especialmente nada que no le concerniera o implicara a él mismo de manera directa. Eran como un enemigo conocido, alguien familiar con quien no cabe la hostilidad, y a la vez ajeno como para depositar la confianza. De todos modos, los escasos amigos eran una forma de la seguridad. Junto a ellos se creía protegido frente a tanta indiferencia general —como entonces ya percibía pero aún era incapaz de formular—. Y por eso los admiraba, porque no eran él mismo, pese a ser ésta, cosa paradójica, la misma razón por la que los detestaba. Cuando recibía un poco de confianza no desaprovechaba las oportunidades de ser cruel. Una maldad ínfima, a lo mejor inocua, pero implacable. Con los amigos de la niñez supo serlo, estaba atento al menor descuido, tenía recuerdos frescos de aquello que convenía no revivir. Sin embargo jamás recurrió a la traición, demasiado impetuosa para su temperamento vacilante, pero sí dedicaba días enteros a bosquejar venganzas. «He sido un niño ruin», escribe a modo de título sobre una hoja en blanco, sin abundar en la hipótesis o confesión.

De Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) ha dicho Enrique Vila-Matas «Soy un adicto a Chejfec. Me atrae su narrativa en voz baja y el frío trato irónico que le da a la literatura, a la que sin embargo ama. De sus relatos no olvido un ascensor y un vecino invisible en el cuento que abre Modo linterna, ni tampoco la felicidad de aquel narrador, tan satisfecho por el hecho mismo de esperar un ascensor, y quizás también por la posibilidad de que en lo alto espere la realidad más densa y resistente. Últimas noticias de la escritura, Mis dos mundos, Sobre Giannuzzi, están entre sus obras más turbadoras. ¿Es narrador o ensayista? Ahí a veces dudo, como ahora mismo; titubeo bastante, nunca sé qué decidir. Pero no importa. Después de todo, a él le atraen las indecisiones. Con todo, de algo creo estar seguro: en sus textos, poblados de fantasmas tenues y etéreos, acabo siempre de golpe comprendiendo que no pasa nada, pasa sólo que son excepcionales».
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