El pasado 30 de enero murió, de modo inesperado, Paco Robles, factótum junto a su mujer, Olga Martínez, de la editorial Candaya. La editorial, como siempre explicaron ellos dos, se bautizó con el nombre del reino al que Sancho y don Quijote, a lomos de Clavileño, vuelan con la intención de acabar con los hechizos del gigante Malambruno. En realidad el reino y todo el episodio de Clavileño surgen de la imaginación de los duques, que se entretienen con y a costa del caballero y su buen escudero, al que le permiten sentirse gobernador de su ínsula Barataria, y todo ello porque son, como suelen ser los nobles, desalmados y dados a reírse del vulgo, pero también son lectores, entre otros libros de caballería del del buen hidalgo, y por eso, como buenos letraheridos, se ríen de los que poco leen, como Sancho, o de los que se han sumergido ingenuamente en los mundos de ficción como si fuesen reales, que es el caso de don Alonso Quijano. Pero, sobre todo, los duques son la plasmación más acabada dela idea cervantina de la interacción entre los personajes que él creó y los lectores que ya han disfrutado de sus aventuras, son la encarnación del diálogo entre la literatura y el mundo en que esa literatura circula. Y solo por eso son preciosos, originales y, sobre todo, un referente con el que identificarnos como lectores dentro del universo del libro, lo que nos lleva a recordar que, también nosotros somos ficciones, y estamos construidos de ideas que cambian, perecen o surgen con el devenir del tiempo. Poco más o menos de ese tipo de cosas hablé con ellos, el director de todo esto, quien responde al nombre de Antonio Jiménez Morato, cuando Olga y Paco, Paco y Olga, me invitaron a su casa de Canet de Mar a cenar al día siguiente de un Sant Jordi que pasé en Barcelona. De camino a su casa me dediqué a pensar en que aquel tren de cercanías en el que viajaba era el mismo en que Bolaño, durante todos los años que vivió en Blanes, bajaba a Barcelona a comprar libros y ver a los contados amigos barceloneses con los que compartía sus textos, como por ejemplo Fresán. En fin, guardo muy gratos recuerdos de Paco, como es obvio, pero son escasos en comparación con los que atesora María Laura Padrón, que encontró  unos referentes en Olga y Paco al poco de llegar de Venezuela, y que apenas se enteró de la triste noticia de que un repentino infarto se lo había arrebatado viajó a Barcelona a vivir el duelo con el núcleo más cercano de esa familia que en torno a su editorial han ido construyendo estos años. Y uso esa perífrasis porque Paco se ha ido, pero esa familia se prolonga más allá de su pérdida. Gracias, Paco.
A partir de aquí son ya todas palabras de María Laura Padrón.

 

Hay días en los que se amanece con miedo a la muerte.

La tarde en la que M. me avisó, yo había pasado toda la mañana rumiando en mi cabeza eso de que la muerte acecha. ¿A cuenta de qué tanto temor? Puede ser el trauma por el padre arrebatado de un carajazo, el miedo a volver a estar lejos de casa cuando le toque el turno a mi madre o las tantas muertes sucesivas a las que esta distancia trasatlántica impide asistir.

“Mi padre ha muerto”, repitió M. en medio de un llanto desgarrador, y en mi desconcierto reconocí la fatalidad de esa frase. Después de esas palabras pronunciadas, por más que se implore lo contrario, no hay vuelta atrás. Cuando un amigo entrañable te avisa de tal muerte, de quien fuera figura entrañable y compañero de otra figura entrañable, el corazón y el cuerpo tratan de ajustarse al golpe.

“La vida es un soplo”, dice mamá sentada en la terraza de nuestra casa en Valencia. Le hablo de la muerte del señor Paco. Una semana ha transcurrido desde aquella noticia que llegó de sopetón. Ella, que conoce el dolor de perder madre, padre, esposo, ahora es la estampa de la serenidad conquistada luego de tantos palos y trata de ofrecer consuelo con lo único que parece que ahora queda: las palabras.

Francisco Robles, Paco para todos, fundador y editor de Candaya junto a Olga Martínez, compañera de luchas. En Venezuela escuché sus nombres por primera vez; su labor literaria, con una década de haber arrancado, ya era digna de homenajes. Aquello fue en la Filuc de Carabobo, siendo yo una carajita ingenua, más bien gafita, que se babeaba por todo lo “intelectual”, libros, viejos con libros, eventos de libros… Años más tarde me topé con ellos en Madrid en algún sarao literario. Me reconocieron y saludaron con tanto cariño, como si alguna vez hubiésemos cruzado más de dos palabras. Recién instalada definitivamente en España, asistí a la presentación de una novela de Ednodio Quintero publicada por Candaya y en las cañas post evento ocurrió el ofrecimiento de su casa y su amistad. “María Laura, acabamos de estrenar un local en Barcelona, cuando quieras te vienes”.

Así, mi primer viaje sola por estos parajes: Barcelona, destino calle Bóbila 4, donde me esperó el señor Paco para entregarme las llaves de la editorial. Recuerdo la sensación de entonces: este será mi refugio. Durante unos cuatro días me quedé allí, descubriendo la ciudad que ahora conozco como la de mis afectos y participando con ellos, con Olga y Paco, en encuentros literarios, en paseos por Vilafranca del Penedés y entrevistas a sus escritores. Una venezolana a la que le dan un rinconcito… Personas que me hicieron sentir en casa; las primeras de este lugar a las que llamé amigos. Gracias a Olga y Paco la palabra comunidad, en este país extraño, no me es ajena.

En el tren a Barcelona, ya no con la ilusión de nuevas aventuras sino con la amargura por la pérdida, aviso a algunos de mis amigos más cercanos, si conocen mi historia conocen sus nombres: Olga, Paco, Candaya… Ninguno parece creerlo. K., desde Barranquilla, acierta: “Se nos van los imprescindibles. Quedamos en un vacío. Ahora nos toca a nosotros y no sabemos nada de la vida. ¿Será que así le pasa a todas las generaciones? Tapamos un luto con otro. El país. Las ilusiones. Los sueños”. Qué se yo, K., qué se yo…

Esto dijéronme:
Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo.
Ábrele los ojos por última vez
y huélelo y tócalo por última vez.
Con la terrible mano tuya recórrelo
y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte
y entreábrele los ojos por si pudieras
mirar adonde ahora se encuentra.

Elegía a la muerte de mi padre, de Ramón Palomares

La noche acaba, o más bien comienza, por la zona de Vilapicina. Creo reconocer estas calles. Me percato de que estoy siguiendo la ruta para llegar al Turó de la Rovira. La primera curva, las escaleras, el ascensor que no funciona. La montaña y sus luces. El viento, el frío, la luna, con los sentidos abiertos y en silencio. Quiero escribirle una carta a la muerte. “No se puede luchar contra la muerte”, dice un hombre al pasar.

Vuelvo a las palabras de M. “Mi padre ha muerto”. Son las palabras más tristes del mundo. Esta noche es más oscura que de costumbre. La ausencia de padre. Miquel, hoy todos los hijos del mundo lloran contigo. Secamos tus lágrimas. Robamos un trocito de tu dolor para que sea más suave. No nos alcanza este cuerpo para contenerlo. Tu orfandad es nuestra.

A usted, Paco, hoy todos los padres del mundo le reciben.

En la vigilia inclemente de esa madrugada, asomada en la terraza de un hostal de El Carmel, siento su ausencia. A la mañana siguiente mi Barcelona tiene una partícula menos. Un pedazo de la ciudad que echaré en falta. ¿Cómo decir Barcelona sin decir Olga y Paco? ¿Cómo hablar de Olga en singular? Deambulando por el barrio, todavía sin tener claro fecha, hora, lugar del velatorio, hice lo que se hace cuando la penas te arropan: leer, leer para honrarlo, recordando cuántos de sus libros me salvaron de soledades.

A estas horas, los recuerdos se atropellan unos a otros. Es la sucesión de encuentros esporádicos sí, pero cada uno, con un efecto de quedarse en mí para siempre. El día que le pregunté cómo había conocido a la señora Olga recuerdo el tono que usó para contarme la historia, paciente, cercano y sin grandes épicas, como la frase final. “Entonces la liamos”. A raíz de esa confianza, puede hablar de lo que nunca antes a un desconocido: que mi abuelo había sido guerrillero, que su cuerpo nunca fue encontrado y que alguna vez tendría que escribir esa historia. Él había salido a fumar, yo entonces sentía la necesidad de la cháchara, estábamos los dos debajo del cartel Narizotas bar. Las últimas risas de esa noche vinieron porque Olga y Paco llevaban del timbo al tambo un colchón inflable del Decathlón. Esa vez también dormirían en casa de algún amigo en Madrid.

Olga, mi querida señora Olga, alguien me dijo que la literatura se suspende mientras la vida o la muerte ocurren, que esas dos últimas cosas son prioridad, pero creo que es mentira, no se suspende: Paco es literatura y nos juntamos como es debido, para beberle, llorarle y recordarle… Una tribu reunida, libros, amistad, la vieja historia…

Preguntaría más tarde a Eduardo Ruiz Sosa, autor de Cuántos de los tuyos han muerto: “Eduardo, tú eres el hombre de las palabras sobre la muerte. Ahora, ¿quién ofrece el consuelo?”. Eduardo, quien en el funeral de Paco habló del Paco editor pero también del Paco amigo, del Paco padre… Un hombre sin apegos materiales, hizo alusión a sus pocas pertenencias y sacó del bolsillo derecho una llave: la llave del local de Candaya en Bóbila 4. La llave que era de él y es de todos.

Una de las últimas conversaciones con Paco me dejó una frase grabada. Era verano y salíamos de uno de los viernes de Candaya, poesía y cerveza. “La carne tiene que estar bien caliente”. Lo decía por aquella anécdota de M. sobre unos filetes de ternera que se sirvieron fríos. Esta tarde, M. come unos medallones de solomillo en uno de los lugares favoritos de su padre; un hijo rindiendo honor a un hombre que vivió la vida que deseó vivir.

A punto de partir… Dolor, desconcierto, tristeza y gratitud (que ristra más inconcebible y predecible a la vez) por haber conocido a Olga y Paco, a la vida y a la literatura por haberlos cruzado en mi camino. Nunca ir y volver de Barcelona había sido tan duro y triste. Descanse en paz, querido señor Paco.

 

María Laura Padrón (Puerto Cabello, 1992). Transeúnte y periodista. Vive en la búsqueda permanente de las historias detrás de los rostros, gestos, pisadas. Haciendo malabares en este mundo circense, en el que aspira jamás perder la capacidad de asombro ante lo que, en apariencia, resulta nimio. Su trabajo periodístico ha sido publicado en los diarios venezolanos El Nacional y Notitarde y en la revista digital Clímax.