La trayectoria de David Toscana es la de un escritor singular, acaso demasiado ensimismado en la literatura como referente único, lo que no ha sido óbice para desarrollar una escritura que dialoga con el presente desde el rigor y el riesgo. La editorial Candaya ha decidido recuperar para sus lectores la producción de este autor mexicano y ha iniciado con una de sus últimas novelas dicha apuesta. Jorge Larrosa se acerca a ella en este texto.

 

Escribo desde el entusiasmo de haber descubierto una novela y un autor que han despertado en mí, de nuevo, el sabor inconfundible de la literatura, ese que me ha hecho disfrutar como hacía tiempo que no disfrutaba.

Cada historia una sorpresa, cada página un deslumbramiento, cada párrafo un quiebro imprevisto e imprevisible. Varsovia después de la Segunda Guerra Mundial. Un enterrador que igual entierra que desentierra, un cura pecador que hace milagros, un vendedor de despojos de guerra y de saqueos, un candidato a profesor de cualquier cosa, un barbero cirujano con pata de palo, un escritor que se ha olvidado del libro que escribió. Una camaradería hecha de borracheras, de mentiras, de traiciones, de robos, de causas comunes que enseguida se desvanecen, de complicidades que no llevan a ninguna parte o que llevan a cualquier parte, a donde el cuento quiera llevarnos. Unas muchachas de las que apenas queda una fotografía, una mujer enamorada de un mutilado, otra que envejece y se afea casi sin darse cuenta. Amores huidizos, sin pasado ni futuro, casi espectrales. En el trasfondo, el recuerdo de la ocupación alemana y de los soldados rusos de vuelta a casa, la ciudad convertida en escombros, el nuevo régimen comunista.

Una novela muy polaca, con algunos homenajes evidentes, pero muy mexicana también: la relación con los muertos, con los fantasmas y con los milagros; la presencia constante de un vodka que parece mezcal; la amistad construida sobre una masculinidad enfática y a la vez frágil; la épica que se convierte en tragedia o en farsa; los héroes que lo son sin querer y los antihéroes que lo son cuando pretenden ser heroicos; los combates imaginarios; las buenas intenciones que acaban mal y las malas artes que acaban bien; la confusión entre la risa y el llanto; la mezcla de vitalidad y desesperación. Y siempre, en el trasfondo, el poder de la literatura, del cuento, de la imaginación, de la fiesta, para salvarse del horror y alegrar la vida, para celebrar lo que es y lo que hay, toda esa belleza.

La leí en dos tirones, en una indecisión permanente entre seguir leyendo o volver atrás, como deslumbrado sin saber cómo, queriendo comprender qué había pasado, qué me había pasado. La recomendé enseguida a tres o cuatro amigos con el mismo imperativo con que yo la había recibido: tienes que leer esto. Y vaya que sí, los buenos ratos que hemos pasado después no comentando la novela sino simplemente recordándola, subrayándola en el recuerdo, como intercambiando regalos: ¿Te acuerdas de ese pedazo en el que…? Puro goce, la literatura como goce, algo que, ya digo, hacía tiempo que no me pasaba. Esa inocencia lectora, esa felicidad, ese leer y disfrutar, como se decía antes, como un niño con zapatos nuevos.

 

Jorge Larrosa (Valderrobres, 1958) es profesor de Filosofía de la Educación en la Universidad de Barcelona. Ha dictado cursos en diversas universidades europeas y latinoamericanas. Sus escritos, de clara vocación ensayística, se sitúan en un terreno fronterizo entre la filosofía, la literatura y la educación. Entre sus destacan: La experiencia de la lectura (1996), Pedagogía Profana (2000), Estudiar/Estudar (2003), Entre las lenguas (2003), Tremores. Escritos sobre experiencia (2014), Elogio de la escuela (2017) y Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor (2019).