La ebriedad es un estado con muy mala prensa, cuando en realidad es un estado casi mágico, donde la racionalidad y el control se pagan. Es un momento en que nos acercamos un poco a lo místico. Jean-Luc Nancy, que tuvo sus problemillas con el alcohol, como los tuvo Deleuze, escribió un libro genial sobre el estado de la ebriedad, que puede ser leído como el reverso filosófico y místico al poemario de Claudio Rodríguez, que pretendía plasmar en imágenes que podían ser compartidas las virtudes del alcohol. En este capítulo de Trenviajeros Javier Sáez de Ibarra nos ofrece un poco de ese estado alterado, y cercano a lo visionario, que es la ebriedad, que solo los que no la entienden llaman borrachera.

 

Estaba esperándola hacia la mitad del pasillo, uno, el más perdido posible, el que resultara más anónimo. Entonces aparecieron: Samuel, con su barriga al frente dirigiendo la comitiva, el joven como su delfín, y el conspicuo Tomás, enredado en sus controversias con dos o tres conmilitones. El astuto comerciante era el cerebro; el resto, el cuerpo de la confraternidad. Encarnaban el espíritu de la última noche: la camaradería falsa y fecunda que explotaba y se derramaba antes de que nos alcanzase esa mañana que nos desharía en individuos muy ocupados. Fuera lo que cada uno había vivido, las dos jornadas nos había reunido para que lo celebrásemos juntos. Era la fiesta que robaban al tiempo, la alegría y la verdad de las despedidas.

Samuel, don Samuel en persona quiso abarcarme en su abrazo; yo le dejé hacer: quedé asido por un cuerpo grueso y sudoroso. “Compañero, compañero”. No creía yo a este hombre capaz de hacer nada ajeno al cálculo; su efusión parecía todo lo sincera que podía ser la inconsciencia. Después me saludaron igualmente el chico joven y Tomás: “No le guardo rencor”, me confesó en voz baja. “¿Por qué?”, le pregunté vivamente. “Ya sabe”, añadió por toda explicación “¿Y usted a mí?” “Yo tampoco, por supuesto”, respondí, sincero. Los otros dos también pusieron sus cuerpos junto al mío y me echaron los brazos; sin decir nada, parecía más que me dieran el pésame por una muerte.

El cuerpo de la comitiva se había estancado a mi alrededor, zumbaba y se rebullía sin decidirse. Samuel se colocó otra vez a mi lado. “Estos viajes”, me dijo, “es lo que tienen. Somos unos extraños unos para otros, y nos vamos hechos amigos. ¿Usted cree? El padre de este joven trabaja en una compañía de suministros que me interesa. Pero no lo abrazo por esto… aunque me ha venido muy bien. Es que me recuerda a mí mismo cuando era joven… toda la vida por delante llena de sueños…” Creí que iba a emocionarse. “Me voy”, dijo retirándose, “que pase buena noche”. Los demás lo siguieron, alguno también me dejó su saludo, incluso Tomás casi interrumpe sus diatribas para abrazarme de nuevo. “Adiós, adiós”.

La bebida también me invitaba a mí a participar; pero tenía otros pensamientos que me distraían mejor. Y ya había rechazado unirme al grupo que formábamos “los del vagón 41”, como nos habíamos bautizado hora y media antes.

Faltaba Franklin; quiso aparecer poco después. También me pareció que había bebido, se me hacía imposible entender qué quería. Quizá venía cantando y pasó sin transición a un mensaje dictado como un poema del que se burlaba:

 

– La intensidad, la intensidad, / ¿quién sabe cuánto durará?

 

Nadie decide nada, repetí para mis adentros al recordar al jefe de estación (¿luego a él también se las habían dicho?).

 

– Buscad la intensidad y lo demás qué importa –y se reía consigo mismo.

– ¡Eh! –le grité–, que yo la he encontrado.

 

Se volvió, y me ofreció una sonrisa fantástica:

 

– No solo la placentera… usted no quiso perder, ¿recuerda los naipes?… ¡No sólo la placentera! ¡Viva! ¡Viva! ¡Olé! ¡Olé! El valor de los latinos… para no morirse de pena.

 

Luego se quedó allí en medio, triunfante y solo. Se iba. Me despedí como de un viejo camarada de francachelas, aventuras y más. Volvió a girar sobre sí mismo, el adorno del torero, y en dos pasos se vino hasta mí. Puso su boca nauseabunda sobre mi oreja, se apoyó con sus manos sobre mi hombro; pudo decirme:

 

– No la pierda… –se iba, volvía, se pegaba, se separaba:– por lo que más quiera, no la pierda… No sé si ya me entiende –fue a añadir algo; se arrepintió y me dejó con la palabra junto al oído sin saber más de lo que hubiera podido decirme.

– Menuda curda llevas…

 

Javier Sáez de Ibarra trabaja en un instituto donde imparte Lengua y Literatura. Autor de numerosas antologías, sus estudios y reseñas aparecen en revistas como El Buen SalvajeEl CuadernoQuimera o Turia. Es el editor de la obra de Hipólito G. Navarro, El pez volador (2008). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de cuentos: El lector de Spinoza (Páginas de Espuma, 2004), Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos se recogen en las antologías de referencia más recientes y han sido traducidos al inglés. Su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, y por Bulevar (Páginas de Espuma, 2013) el XI Premio Setenil al mejor libro de relatos del año. Fantasía lumpen es su último libro publicado.

Por entregas es una sección que, siguiendo la estela del folletín, alberga piezas publicadas de modo seriado.