La singularidad y coherencia de la trayectoria de Miguel Serrano Larraz se va consolidando y cobrando mayor eco con cada uno de los libros que ha dado a imprenta. En este caso se trata de su segundo libro de cuentos publicado en Candaya, Réplica, que presenta una continuidad con el anterior ya desde la misma cubierta.

 

«Je est un autre. Tant pis pour le bois qui se trouve violon, et Nargue
aux inconscients, qui ergotent sur ce qu’ils ignorent tout à fait!»
Arthur Rimbaud

Hay algo simultáneo en mí, o intercambiable. A veces me veo como un recipiente, una figura que se puede recortar o sobreponer a otra en la percepción de quien la mira. Pero no es eso, porque tengo la certeza de que es precisamente la forma (mi forma) la que se adapta, y no el contenido, que por desgracia sigo siendo yo. Dicho de otro modo: soy translúcido, insustancial. Dicho de otro modo: me confunden. Perdón, no sé cómo contarlo, no se me dan demasiado bien las palabras. Digamos que no es sólo el parecido, una semejanza más o menos neutra, sino algo más, una especie de encarnación, o de suplantación pasiva. El rostro no basta, por fuerza debe ser otra cosa que no alcanzo a comprender (si fi jo mi imaginación en unas tijeras, por ejemplo, sé que me estoy acercando a la idea, pero la idea no son unas tijeras, no tiene nada que ver). Una pizarra, con su falsa oscuridad, sus refl ejos, sus posibilidades tan limitadas y sin embargo infi nitas. Los gestos son siempre los míos, así que ese camino queda vedado, creo que no contribuyo, no soy una persona ampulosa, nadie me ha acusado nunca de excederme con muecas o aspavientos. De hecho, la confusión tiene lugar aunque esté inmóvil, como ha sucedido en más de una ocasión. En cualquier caso, no soy un impostor, no fi njo, los parecidos me sobrevuelan, por así decirlo, y de pronto se posan sobre mí, como un velo, ante la mirada de los otros.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que me ocurrió. Identifico los parecidos con mi juventud, la juventud entendida de forma generosa, entre los dieciocho y los cuarenta años, pero es posible que me sucediera también en la infancia, o en la adolescencia, no tengo a quién preguntar, y hay pocos niños famosos, aunque alguna vez los hubo (¿los sigue habiendo?, ¿alguien lo sabe?). En cambio, sí recuerdo la última vez, el último malentendido, al menos hasta el momento, hace siete años. Desde entonces ya no soy transparente sino invisible. Si no me ven, ¿cómo van a confundirme? Tiene que ver con la madurez, supongo. Con el envejecimiento, más bien. En Sevilla, en la zona de la Alameda, una noche de frío, en el exterior de un bar que hacía esquina, noté que dos chicas me miraban de reojo y se acercaban hacía mí con pasos minúsculos, como si se dejaran llevar, poco a poco. No paraban de reír. Se acercaban y bebían, se acercaban y bebían, y yo las esperaba muerto de miedo, como un insecto atrapado en una tela de araña. Su forma de desplazarse contribuía a la inquietud, porque se acercaban a mí sin dejar de estar una frente a la otra, de modo que al menos una de ellas no se desplazaba frontalmente, sino de lado, o incluso hacia atrás. Y su cuerpo, una especie de cuerpo único, monstruoso, no se balanceaba, mantenía siempre una verticalidad rígida, compacta. Si mi experiencia no me hubiera inducido a sospechar otra cosa (¿pero qué?, ¿quién?) habría creído que querían ligar conmigo (una de ellas, al menos). Rondarían los treinta años, ya bastante más jóvenes que yo. Eran las dos bajitas, y de la misma altura. Es curioso lo que pasa con la edad y con la estatura: no se suman (como sí sucede, por ejemplo, con el volumen, con el peso, incluso con el conocimiento, en cierto modo). Yo estaba en mitad de una conversación absorbente (intelectual, podría decirse), estaba asimilando la información que me proporcionaba mi interlocutor (me encontraba en modo pasivo, por lo tanto) y me limité a permanecer inmóvil y a dejarles espacio, para que se dieran cuenta de que se confundían. Ese es otro de los inconvenientes, la decepción. No sólo uno de los inconvenientes de mi circunstancia, por decirlo de alguna forma, sino de la vida toda. Cuando alguien se decepciona con nosotros, aunque no tengamos ninguna culpa, siempre aparece un reproche soterrado, agresivo. Sucede en la infancia, todos lo sabemos. Aunque no hayas fomentado la esperanza, y mucho menos el engaño. Me reprochan mis parecidos, como si yo los alentara con motivos turbios. Pero el parecido es ajeno a mí, no tiene que ver conmigo. Estaban cerca y ya podían verme mejor, aquellas chicas, y entonces aleteó en ellas por primera vez la duda. Cuchichearon. Me señalaban de forma imprecisa, con brochazos de la mano. Las gotas me alcanzaron en la cara, en el cuello, me iban avergonzando. Tuve que sacudir la cabeza, como un pájaro. Mi interlocutor pensó que yo no estaba de acuerdo con lo que me estaba contando. Le hice un gesto con la mano, para que siguiera. El silencio siempre es peor, en estos casos. Yo quería aparentar normalidad, una conversación corriente, algo que también me está vedado. Me abordaron por fi n, las chicas, interrumpiéndonos a mi amigo y a mí, su actividad de transmisión, que acababa de recomenzar, y mi pasividad. «¿Eres Santiago Segura?», propuso una de ellas entonces, sin ningún prolegómeno, a medio camino entre la pregunta y la afirmación. Negué con la cabeza de inmediato, casi antes de que hicieran la pregunta. Traté de no reírme, de no echarme a llorar. La persona con la que estaba conversando detuvo su discurso en mitad de una frase y me miró con otros ojos, como si me comparase. Me medía. Y a continuación, como siempre, una pausa desagradable de los cuatro, como cuando ya has dicho lo que tenías que decir, una afirmación brutal o evidente, y no hay respuesta posible y sin embargo permaneces unos segundos más, por si acaso, con el dedo en el botón (del ascensor estropeado, por ejemplo). Les di conversación, a aquellas dos chicas, no traté de hacerme el gracioso, de imitar, de meterme en el papel. En realidad no funciona así, y yo tampoco tengo cualidades cómicas ni imitativas. «No es la primera vez que me ocurre», les aseguré, para confortarlas, aunque dejé en suspenso la identidad traspapelada, para no confundirlas más. Pero ellas ya estaban en otra cosa, molestas, querían huir de mí cuanto antes, de mi desencanto, salir en busca de otra presa, de otra forma de entretenerse. Las había decepcionado. Su frustración se podía masticar. Estaba mi voz, por supuesto, mi voz elude los parecidos, todos los parecidos. En cuanto empiezo a emitir sonidos, el hechizo, o lo que sea, se disipa de golpe. Otras veces, en ese mismo papel, antes de dejarme hablar, los desconocidos me han asaltado con frases, con gestos que he entendido como una agresión (de la serie de películas de Torrente, sobre todo): «¿Nos hacemos unas pajillas?» Eso y las risitas en la mesa de al lado, en un restaurante, o los guiños cómplices, en cualquier parte, una especie de condescendencia, de burla, sin ninguna complicidad, un empujón en el centro del pecho que me hace retroceder, replegarme. Invaden mi espacio, mi identidad, y después me desprecian, porque no soy quien creyeron que era. En otros momentos de mi vida había preferido escaparme, pero entonces la confusión no se deshacía, y por la noche me imaginaba a aquella persona, en su casa, por ejemplo, contando: «¿Sabéis a quién he visto hoy? No os lo vais a creer». Y todo resultaba peor, la huida no había servido para escapar, sino todo lo contrario, para que el daño persistiera. Imagino que Santiago Segura es el escalón más bajo, y que mis atacantes lo consideran así, digno de lástima. No me extraña que las confusiones hayan terminado en Santiago Segura, un actor que ha cantado alguna vez, y un actor del que no se puede decir en ningún caso que sea camaleónico, como se dice con frecuencia de algunos actores maleables. Es él. Y yo, a este lado de la frontera, doblemente digno de lástima, porque ni siquiera soy Santiago Segura, no lo fui aquella noche, en Sevilla, y ellas se marcharon cortésmente, esta vez sin titubeos, y tardé en regresar a la conversación y tuve que darle algunas explicaciones a la persona con la que hablaba, al chico que trataba de instruirme.

Mis parecidos (mis encarnaciones) han tenido referentes de distintos tipos, casi siempre pelirrojos (o rubios, o castaños cobrizos), casi siempre con el pelo largo y ondulado (o incluso con rizos o tirabuzones). A veces con barba, a veces con grandes entradas en la frente, en función de la época de mi vida. A ver: una vez, en Bruselas, también en un bar (que era una especie de caverna, o de búnker), en un sótano que incumplía sin duda todas las normas de seguridad y se propagaba en media docena de salas de distinto tamaño, con distinta música, a las cuatro o las cinco de la mañana, fui Kenny G, el saxofonista. En aquella época yo sonreía mucho, así que es posible que sí tuviera alguna culpa, por mi optimismo vacío, sospechoso. Tal vez estaba borracho, o perdido. También estaba muy delgado. Un grupo de alemanes quiso hacerse una foto conmigo y entonces dejé de sonreír, porque no quería que la confusión se perpetuara en la fotografía y en quienes la vieran. He frecuentado diversos géneros musicales, representados en muchos casos por grupos españoles: he sido componente de Barón Rojo, de Medina Azahara, de Los Suaves (¿tú eres Cereijo, el de Los Suaves?). Parece que mi condición tiene preferencia por la excentricidad, por el extrarradio, pero sin una adscripción geográfica concreta. Flota, fluctúa. Una noche, también en un bar, en Toledo, tuve que quitarme de encima a un chaval al que no conocía de nada y que se empeñó en darme un abrazo. Se dejaba caer sobre mí, contundente, pegajoso. Se levantó el jersey para enseñarme su camiseta de Mago de Oz, un grupo del que yo entonces apenas sabía nada. Vi las melenas serigrafiadas sobre la tela, sobre su pecho, y me subió a la boca una arcada, amarga, de alcohol y alimentos a medio digerir. Reaccioné como pude. No podía permitir el abrazo, pero tampoco quería dañar a aquel chico, que en el fondo parecía tan extraviado como yo. También fui el cantante del grupo Simply Red, esta vez a plena luz del día, en uno de los aeropuertos de Tokio, aunque aquella vez la náusea no podía justificarse con el alcohol, ni con el jet lag (aún no habíamos embarcado), sino con una pena profundísima, la certeza de que ni siquiera la raza importaba, de que también los japoneses tenían la capacidad de borrarme y de proyectar una apariencia ajena sobre mí.

 

Miguel Serrano Larraz. Fotografía: Ednodio Quintero

Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977) se inició como poeta, pero se ha consolidado como narrador a través de sus tres últimos libros: la recopilación de cuentos Órbita, la novela Autopsia Réplica, nuevo libro de cuentos que se pone a la venta hoy. Estos tres libros están publicados en Candaya.

Preliminares es la sección donde anticipamos libros que se publicarán en breve, Adelantos que sirven como Preliminares del gozoso acto de encuentro con los lectores en forma de libro, donde la experiencia de lectura se torna verdaderamente material.

La imagen que ilustra el texto es de la artista venezolana Nela Ochoa, su trabajo puede admirarse en su página web: http://www.nelaochoa.net/