Juan F. Rivero experimenta con distintas formas de las tradiciones literarias de China y Japón, haciéndolas suyas desde una poética muy personal y ensanchándolas, cuando ha sido necesario, para dar cauce a una poesía delicada, concisa y muy actual, afín a la máxima taoísta de Si Kongtu: «Todas las formas prestadas son absurdas». Buena muestra es su poemario, publicado a finales del año pasado por Candaya, y al que se acerca Enrique Darriba en este texto.
Los poemas que componen Las hogueras azules (Candaya, 2020) de Juan F. Rivero (Sevilla, 1991), parecen estar escritos a base de suaves, precisas y monocromas aguadas. Son poemas sin ornamentos, realizados con unas pocas pinceladas certeras para conseguir un máximo de expresión, como cuadros de Hasegawa Tōhaku o de Sesshū Tōyō. El énfasis está en la mirada y la mirada conduce a la contemplación. El poeta es su mirada. Así, cuando habla de la transparencia del cristal rota por una polilla, o de la lluvia que acaricia las alas de un gorrión, o de la luz sobre los montes, está hablando de momentos en el mundo, es la mirada que precisa de objeto. Sin embargo, cada uno de estos instantes son devueltos inmediatamente al lugar de donde proceden, un lugar sin espacio ni tiempo, en donde, en consecuencia, el poeta deja de ser percibido. Pasan de ser momentos en el mundo a momentos del mundo. Es, como se ve, una poética muy próxima a lo oriental. También en lo concerniente a la forma. De este modo, muchos de los poemas del libro están inspirados en el haiku o el tanka, o en composiciones más discursivas como el haibun. Con todo, son dos autores occidentales los que me vienen a la cabeza para ilustrar los conceptos de contemplación y de totalidad. Uno es Pessoa, cuando dijo: Pensar es estar enfermo de los ojos. Otro, Borges y su Aleph, ese punto del espacio que contiene todos los puntos. A fin de cuentas, estamos hablando de la totalidad y en la totalidad no cabe el pensamiento. Es la esencia del misticismo, el cual, dicho sea de paso, siendo solo uno se expresa poéticamente de manera tan distinta en Occidente y Oriente. Mientras en Occidente el poema es un intento didáctico por describir el estado de éxtasis, en Oriente el poema o el dibujo se convierten en un método de meditación que consiste en identificarse por largo tiempo con aquello que se observa, y solo entonces, cuando el artista y lo que es objeto de su atención se fusionan en una misma cosa, se realizará la obra. Como resultado, la presencia del autor queda disuelta por completo y el poema, o la pintura, se mostrará en plena transparencia. Así, el fragmento del universo se convierte en el universo entero. Juan F. Rivero toma como suyas estas ideas en las que prevalece la percepción sobre la razón. En sus poemas está la sorpresa del instante, también la naturaleza y el gozo de sentirse parte de ella. El poeta ha dejado de añorar el pasado y de soñar con el futuro; ha dejado de complacerse en mundos imaginarios. Entiende que no es él quien pasa por la vida sino la vida la que pasa por él, de manera que la existencia se transforma en una sucesión de momentos presentes y su misión es estar alerta y tomar consciencia de cada uno de ellos: No puedo predecir cuándo caerán los higos, / pero escucho el impacto / de su cuerpo en la yerba. Incluso en poemas que son un conjunto de recuerdos, cada recuerdo funciona como un ahora que converge con los demás para establecer un único ahora. Aquí surge el inconveniente mayor: nombrar aquello que está fuera del tiempo, porque el lenguaje es tiempo y si no hay tiempo no hay lenguaje. Dicho de otro modo: lo que está más allá del pensamiento es el vacío y solo el silencio puede nombrar al vacío. Por eso el poeta se sitúa en ese límite, en esa frontera donde sin estar privado de la capacidad de nombrar a la vez vislumbra el vacío: Al final del lenguaje, Enrique, / no encontré más que un río a medio helar / y, en la ribera oscura, una cabaña. // Es desde ella desde donde escribo. Es la insistencia del poeta en nombrar aquello que se resiste a ser nombrado, aquello cuya belleza procede de su naturaleza atemporal. Es el instante que nace de la nada y la nada es el ahora. El instante reviste al ahora, le proporciona materialidad, apariencia, permitiéndonos apreciarlo y en consecuencia que podamos hablar de él: Tabula rasa. / En el centro del mundo / una ortiga silvestre. En definitiva, se impone un cambio de conciencia que, a su vez, requiere un empleo diferente del lenguaje: Vosotros, // que en lo tierno y profundo / del futuro / aprendisteis de nuevo / a leer y a escribir. Este fragmento corresponde al poema con el que se inicia la cuarta parte del libro, titulada Poemas para ser pintados. Aquí, Juan F. Rivero nos propone una suerte de poemas en blanco que aguardan a ser hermosamente caligrafiados, o tal vez a que un dibujo los complemente, como el haiku que se convierte en haiga. Ya sea de una manera o de otra, el poema alcanza así su cumplimiento; se cierra el círculo. Sería, pues, el nacimiento de una nueva obra que actuaría como objeto ritual, como objeto de indagación.
Las hogueras azules es un libro repleto de tintineos, de espumas, de pequeñas luces y de pequeñas sombras igualmente nítidas; de movimientos casi imperceptibles; de tenues gradaciones que se combinan con ágiles y decididas pinceladas, como las de un pincel de bambú sobre el papel de arroz.
Enrique Darriba nace en Madrid en 1965. Ha compaginado durante años las artes plásticas y la literatura, aunque paulatinamente fue abandonando la primera de estas disciplinas en favor de la segunda, que terminó por ocupar todo su tiempo. Ha publicado el libro de poemas Geometría básica (Varasek Ediciones, 2016) y la novela Los buenos tiempos (Legados Ediciones, 2019). Asimismo ha escrito reseñas literarias para diferentes revistas y poemas suyos han sido traducidos al inglés en la revista Poetry Life and Times.
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