El poeta Agustín Pérez Leal se acerca en esta reseña a la segunda novela de Fernando Parra Nogueras, con la que extiende su trayectoria iniciada hace un par de años, publicada este mismo año por la editorial Candaya, con una narración donde la presencia explícita de lo sexual ha llamado poderosamente la atención de buena parte de la prensa que se ha acercado a ella.

 

Fernando Parra Nogueras (1978), tarraconense afincado en Alicante, debutó hace dos años con Persianas (Funambulista, 2019), una excelente novela de aprendizaje que aunaba con admirable destreza la memoria infantil de su protagonista, en muchos aspectos alter ego del autor, con una voz fresca y culta a la vez, capaz de oscilar sin imposturas entre la delicada prosa descriptiva, cargada de lirismo, y las más descaradas referencias pop teñidas de una nostalgia mucho más fértil de lo que podría aparentar una lectura apresurada. Parra demostró ya entonces que entiende el estilo, el cual domina con verdadera maestría, como una herramienta esencial en la composición y el devenir del relato: un instrumento de precisión que ha de ponerse al servicio de lo narrado y ha de contribuir a la efectividad de la obra en su conjunto.

Si esa primera novela, todavía reciente en la memoria, se componía partiendo de la experiencia generacional y la apenas fingida memoria autobiográfica, la recentísima El antropoide (Candaya, 2021) supone un cambio radical en la trayectoria de Parra, que abandona aquí sin complejos las vigas maestras sobre las que sustentó su debut narrativo para construir un relato áspero, a ratos brutal y nada condescendiente que tiene también algo de novela de aprendizaje, pero que ha renunciado con mucho acierto a las bazas de la nostalgia y el lirismo para erigir una inesperada y crudamente bella reflexión sobre el amor, el deseo, el sexo, el poder, la culpa y la atormentada identidad del hombre occidental contemporáneo.

El antropoide viene a afirmar con rotundidad una verdad tan indiscutible como conflictiva: por más que barnicemos nuestra naturaleza con sensibilidad artística, exquisita cortesía, alta cultura y donosa simpatía, en el fondo seguimos siendo mamíferos omnívoros, oscuros cazadores y recolectores con un instinto depredador obsesionado por la perpetuación de nuestros genes y una conciencia abisal que nunca dejó de fijar su meta en el placer sexual como experiencia generadora de una brumosa trascendencia. Este conflicto entre civilización y barbarie que todos cargamos como fardo de la especie lo vive Eduardo, el joven protagonista, con una angustia creciente que se convierte en el hilo conductor de la novela.

Eduardo es hijo del dueño de una gran editorial y ha sido asesor literario de la misma: un asesor incómodo cuyas recomendaciones, basadas exclusivamente en la calidad literaria, caían indefectiblemente en saco roto al no contemplar el único factor de importancia para la casa: la rentabilidad. Frustrado en su trabajo, menospreciado por los empleados de la editorial y despedido de la misma debido a un turbio asunto de índole erótica que ha arruinado sus posibilidades de convertirse en heredero del emporio familiar, es acogido por su tío, director de un periódico de provincias, y comienza una nueva vida de nepote en una pequeña ciudad innominada. Su tío lo emplea en trabajos subalternos: corrector de estilo, gestor y redactor de anuncios clasificados… y sus nuevos compañeros, perpetuando el vacío, le consideran simplemente un enchufado, un inútil con dinero, un incapaz.

La obsesión de Eduardo por el sexo, su frustración tanto profesional como amorosa y las largas horas de ocio en una ciudad en la que apenas conoce a nadie le obligarán a poner en juego su propia identidad, le arrastrarán a una espiral de sucesivas degradaciones y le enfrentarán a su propio antropoide interior, su Mister Hyde, mientras la pasión por la literatura, el difuso deseo de escribir una novela y la posibilidad del verdadero amor se le presentan simultáneamente como una incierta tabla de salvación, un último asidero que le permitiría escapar del naufragio en que se ha convertido su vida.

Decía Baudelaire que todos sufrimos entre dos fuerzas contrapuestas: la que nos arrastra hacia el animal y la que nos impulsa hacia el ángel. En Eduardo esa lucha interna se muestra a través de una narración omnisciente de estilo a menudo ampuloso, casi exhibicionista y a ratos decididamente paródico, que es en realidad un recurso esencial de la novela: hay que contar así la historia de un letraherido, de un obseso de la literatura que ve en ese mismo estilo la cifra de su propia salvación. Así, la novela oscila entre el expresionismo, la parodia, el humor y la tragedia con una voluntad de literatura que acaba por ser, a los ojos del lector, verdadera escapatoria de nuestro propio panorama de actualidad. Porque una lectura sesgada de El antropoide es también la que hace de esta novela un jugoso manifiesto contra la ramplonería, la grisura y la planicie intelectual de tantos éxitos de nuestras letras recientes.

En fin, los juegos del estilo, como los de la identidad cuestionada, recorren toda la novela y la hacen vibrar constantemente con muy diversos tonos. Es un estilo rico, especiado, barroco, a la vez culto y burla de lo culto, ramplón con guiños de complicidad, pedante y exquisito, engolado y certero. Y tan exhibicionista, desatado e inevitable como la pulsión sexual del protagonista. Todo este aparente galimatías se resuelve admirablemente bien en las últimas páginas de la novela, tan delicadamente agridulces como todo lo que acabo de referir. Pero mejor no desvelar al lector ese desenlace en el que todo se acaba explicando de modo tan sintético como emocionante gracias a un juego de perspectivas amorosamente cervantino que no desvelaré.

En cualquier caso, son muchos los niveles de lectura que se van trenzando con la peripecia del protagonista como hilo conductor. La novela de Parra rezuma literatura por todos sus poros: las referencias explícitas a novelas de Stevenson o Thomas Mann, entre muchos otros, alternan con otras más difusas a obras de Radiguet, Sade, Vian o Pío Baroja. También se alternan referencias a la música más culta (Lizst) y la más popular (Palito Ortega); al cine más denostado (Showgirls, y la alusión es de traca) y el más cultureta (Shame)… Y al fondo, el Fedro de Platón nos recuerda mediante la alegoría del carro alado la existencia de tres almas en cada ser humano, y ubica al protagonista como ente cada vez más dominado por su alma inferior, concupiscente, lejos del logos y de toda posible redención. Pero Eduardo, sumido en la culpa y la vergüenza, capaz de los comportamientos más innobles, es también un elegido, un amante de la gran literatura, un creador, un héroe y un mártir.

Esa ambivalencia es clave en el desarrollo del personaje y, por ende, de la propia novela. No sé si intencionadamente, Parra ha creado un nuevo avatar de un personaje arquetípico que, si bien parecía definitivamente perfilado en las obras teatrales de Tirso y Zorrilla, es a un tiempo Tenorio, Hilas o el Homme à femmes de Truffaut y no es ninguno de ellos. En varios aspectos recuerda al José María de Lo prohibido, la novela de Galdós, hasta tal punto que podría firmar sin ninguna duda un monólogo interior como este:

No, yo no soy héroe; yo, producto de mi edad y de mi raza, y hallándome en fatal armonía con el medio en que vivo, tengo en mí los componentes que corresponden al origen y al espacio. En mí se hallarán los caracteres de la familia a que pertenezco y el aire que respiro. De mi madre saqué un cierto espíritu de rectitud, ideas de orden; de mi padre fragilidad, propensión a lo que mi tío Serafín llama entusiasmos faldamentarios. […] Carezco de base religiosa en mis sentimientos; filosofía Dios la dé; por donde saco en consecuencia que mi ser moral se funda más en la arena de las circunstancias que en la roca de un sentir puro, superior y anterior a toda contingencia. No domino yo las situaciones en que me ponen los sucesos y mi debilidad, no. Ellas me dominan a mí.

Pero siendo clara, en mi lectura, la filiación del personaje, el protagonista de El antropoide es también hijo de su (de nuestro) tiempo. Es un Don Juan en los infiernos tal vez, pero posmoderno y heladoramente lúcido. Es un Hilas raptado por su propio deseo, pero es también el cronista de su desaparición. Sus entusiasmos faldamentarios no tienen nada de optimista, sino que se viven como un chantaje, un abismo, una maldición dictada por el áureo destino que sobrevuela siempre a los héroes.

No quiero desvelar aquí la catarsis final de la novela, tal vez uno de los desenlaces más bellos y dolorosos de la literatura más reciente. Baste avisar que lo que tiene de tragedia reside en sus triunfos. Que terminada la novela y logrado el amor constante, el peso de esos éxitos es tal que anega la victoria y la vuelve tan íntima y secreta como una confidencia. Siendo hondamente moral, carece de moraleja, y es tanto la concreción exacta del arquetipo donjuanesco radicado en esta pringosa e hipócrita posmodernidad que respiramos como el triunfo de Doña Inés, literatura encarnada a manos llenas.

Fernando Parra ha escrito una novela adictiva que sabe transcurrir con rara coherencia desde la cita inicial de Mortal y rosa en la que Francisco Umbral, a modo de prologuista, nos desvela el verdadero significado de todos los antropoides, hasta el poema final de Eloy Sánchez Rosillo. Que dos textos tan dispares aparezcan perfectamente hilados sin que el libro pierda en ningún momento su rabiosa concreción y su apariencia de inevitabilidad son un síntoma definitivo de la enfermedad que El antropoide diagnostica: una enfermedad social, moral, colectiva, de la que el protagonista se convierte en santo y seña. Y es la suya, además, una novela de amenísima lectura que más de una vez me ha dejado en la cara una sonrisa helada y un sabor difuso a sangre y veneno.

 

Agustín Pérez Leal (Teruel, 1965) ha publicado los libros de poemas Cuarto Cuaderno o Libro de Siberia (Pre-Textos, 2001), La Noche en Arras (Pre-Textos, 2006), y Tú me mueves (Pre-Textos, 2016), además de las plaquettes “En la tumba de Orfeo” (Comunidad Budista Soto Zen Luz Serena, 2014) y “No es sino luz” (ad minimum, 2018).